viernes, 26 de febrero de 2010

¿Así era lo del pacto de la Moncloa?


Tenemos que hacer un gobierno para todos, dice. Para los que quieren a Videla y para los que no lo quieren. Genial.

Un gobierno para los que quieren elegir mandatarios a través del voto. Y para los que prefieren bombardear plazas, desenfundar armas y sacar a los presidentes elegidos por aquellos votos con custodia policial.

Pensemos un gobierno para los que quieren el Congreso. Pero también para los que quieren una Comisión de Asuntos Legislativos integrada por tres muñecos de uniforme.

Un gobierno para los que editan libros y para los que los queman, ¿por qué no?

Para los que tienen hijos y para los que robaron los de otros en algún procedimiento.

Para los que te tocan el timbre y para los que te patean la puerta de tu casa a las 4 de la mañana.

Para los obstetras y para los que picanean embarazadas.

Para los periodistas y para los que publican lo que les mandan en un sobre desde el batallón 601.

Para los que les gusta viajar y para los que les gusta tirar gente drogada desde los aviones.

Es hora de pensar un gobierno que incluya a los maestros y a los que empalan niños, a los médicos y a los torturadores, a los artistas y a los censores, a los delegados y a los entregadores, a nosotros y a los que nos quieren matar, a los jueces que juran por la constitución y a los que lo hicieron por el estatuto del proceso.

A todos. Que eso es el pluralismo. Eso es, después de todo, la república que sueña esa gente buena.

jueves, 18 de febrero de 2010

Otro final 2


Una larga mesa con 12 sillas, 12 platos, 12 copas y velas. Hay tres sillas ocupadas: en la del centro hay un hombre de unos 30 años, vestido con túnica. Lleva barba y pelo largo. Cerca de él, un hombre y una mujer de unos 20 años, llevan túnicas.

Silencio prolongado. Carraspeos. El hombre de barba mira por la ventana del fondo.


Profeta: Está anocheciendo.

Él: Creo que no van a venir, Señor.


El hombre de barba se toca la cara. Mira hacia arriba. Junta las manos con inquietud.


Profeta: ¿No fui lo suficientemente sabio? ¿No los llené de conocimientos? ¿De sermones?


La pareja se mira.


Ella: A lo mejor fue eso, Señor.

Profeta: ¿Qué?

Ella: Perdón. No quisiera...

Profeta: Habla. Tienes derecho. Fuiste una de las únicas discípulas que vino.

Él: No es discípula: es mi novia, Señor. Vino porque de acá nos vamos a una fiesta.

Profeta: Ajá. Me parecía que no había elegido mujeres.


Pausa.


Él: Bueno... Así son las cosas. Nosotros...

Profeta: ¿Adónde creen que van?


Ruido de truenos. Por la ventana entra el resplandor de un relámpago.


Ella: Llueve, amor. Qué raro...

Profeta: Sí, sí... Muy raro. Van a tener que quedarse aquí. Multipliqué un montón de panes y peces. Alguien tiene que comer todo eso.

Él: Claro, claro...

Ella: Yo no como pescado, señor.

Él: Ella es vegetariana.

Profeta: ¿Qué? Mi padre hizo un montón de animales deliciosos. Alguien tiene que comer todo eso...


Pausa.


Profeta: Además hay vino. Mucho vino. Convertí toda el agua que había en la casa en vino.

Ella: ¿No dejó ni una botellita?

Profeta: ¿Quién quiere agua? Mi padre tenía razón. Tenía que haber elegido unos pescadores. Gente rústica, leal, que come lo que hay y bebe vino.

Él: ¿Y por qué entonces nos elegiste a nosotros, Señor?

Profeta: Porque quería que escribieran todo lo que hacía. Si no, ¿quién va a enterarse? Y los intelectuales escriben todo. Tienen todo anotado, ¿no?


La pareja se mira.


Él: La verdad... No nos pareció relevante... Lindo, sí... Pero relevante...


Más truenos y relámpagos.


Profeta: Bueno. No importa. Ahora cuando vuelvas a tu casa quiero que escribas todo lo que vivimos estos días: la bajada con el burro, la pelea con los mercaderes, los milagros, los ciegos que caminan, los paralíticos que ven... Todo. Todo eso.

Ella: ¿Los sermones también?

Profeta: Obvio. Las parábolas. Las metáforas. Las comparaciones. Las sinécdoques. Las hipérboles... Y no olviden el "En verdad os digo...". Eso me da autoridad.

Él: Perfecto. Ahora si nos permite...

Profeta: Esperen, esperen. Van a mojarse. Además, alguien tiene que quedarse a ver como me traicionan, me juzgan, me crucifican.

Ella: ¿Todo eso por los sermones? Con meterlo preso alcanzaba.

Él: No tengo que verlo, Señor. Por unas monedas de oro se lo invento.

Profeta: Está bien, está bien. Pero antes... Esperen.


Se levanta de la mesa y va a la cocina. La pareja se mira. Ella intenta irse. Él la retiene.

El hombre de barba regresa con unos panes y un cáliz.


Profeta: Esto es importante. Por favor.


El hombre de barba toma un pan entre sus manos. Lo levanta. Lo mira. Cierra los ojos.


Profeta: Tomad y comed todos de él... Porque esto es mi cuerpo...


La pareja se mira. Salen corriendo. Con el ruido de la puerta, el hombre de barba abre los ojos. Descubre su soledad. Muerde un trozo de pan con resginación cristiana.

lunes, 8 de febrero de 2010

Dos tazas en Valparaíso


Nosotros y la estúpida pretensión de entender. Un poema, un cuadro, una mujer. Y en el extremo más absurdo, un país. No podemos evitarlo. Como si todo tuviera un sentido. O como si este no viniera dado por infinidad de causas y azares. ¿De dónde viene el carácter de esta angosta franja de tierra acorralada entre montaña y mar que las guías turísticas insisten en llamar Chile? Del clima y la pertinaz resistencia mapuche, de San Martín y la manía que tiene la tierra de estremecerse hasta el desastre por estas zonas, de un 18 y un 11 de septiembre, de la experiencia socialista más singular de estas latitudes y una típica dictadura latinoamericana que sin embargo logra, como pocas, impregnar leyes y costumbres hasta hoy. Y probablemente hasta mañana. ¿De dónde?

Termina mi experiencia chilena. Estos veinte días de tomarse el metro, subir cerros, beber cerveza con colegas trasandinos, aburrirse, ejercer actividades poco agradables, perderse, palpitar una elección, perderla, entristecerse como si fuera propia, hacer la cola del súper, tolerar a las señoras que pagan con cheques en las cajas express, ahorrar y gastar. Termina el viaje y sigo sin entender a este país. Pero con la estúpida pretensión de lograrlo.

Hay coordenadas para esta incertidumbre. Valparaíso es una ciudad portuaria diseñada pertinazmente sobre laderas montañosas. Un reducto persistente donde conviven el Congreso y las galerías de arte for export con el deterioro más penoso. Eso que a los visitantes nos resulta encantador y a los locales sencillamente sórdido, se dispone aquí con naturalidad: metonimia de las contradicciones que atraviesan este país.

Caminando estas calles únicas, una visión horrorosa me sorprende desde la mesa de un puestito de artesanías. Se ofrecen tazas con imágenes alegóricas de esta patria. Y entonces, allí está la taza con la cara de Salvador Allende. Y justamente al lado, una igual, con la repulsiva trucha de Pinochet. Y no se trata del trastorno de un comerciante esquizoide. Al lado nomás, otra vez, Allende y Pinochet. Como macabro metegol que dispone, en un mismo plano, víctima y victimario. Demócrata y dictador. Héroe y asesino. Llevando al paroxismo esta idea idiota del diálogo a como dé lugar. O esa mediocre superstición de que lo mejor siempre está en el medio de una y otra alternativa. Siempre. Que debe haber un lugar para todas las ideas. Aunque entre las ideas de los otros esté la de matarte.

Pocas veces y en pocos lugares siente uno que las cosas se hicieron (o se dieron) mejor en la Argentina que en el país que eventualmente se visita. He aquí una de esas pocas veces. Mis amigos santiaguinos escuchan con cierto asombro que sería imposible que alguien vendiera en una plaza de Buenos Aires una tacita con la cara de Videla. Está claro que en Argentina hay gente que añora aquellas épocas. Pero la cuestión va más allá del número. Hay una conciencia de lo que es socialmente tolerado. De que aquello sería un acto marginal pasible de una condena social. Nada de eso ocurre en Chile.

Quién sabe por qué. Quién sabe si ese orden que nos admira en el transporte público de su capital, esa manera controlada de vivir, es tan pero tan buena. Si no deviene menos de un elevado estado de conciencia que de la admiración malsana por ciertas formas de autoritarismo, por aquí tan comunes. Quién sabe dónde termina un saludable respeto por el otro y empieza la represión de toda manifestación de descontento. Dónde acaba lo europeo y empieza lo prusiano. Se sorprenderían de ver lo fácil que es conseguir un ejemplar de MI LUCHA en cualquier librería de viejo de Santiago. En el centro, en Providencia o en el persa del Bio Bio, que te venden como Tristán Narvaja y se parece más bien a La Salada.

La naturalización de la dictadura pinochetista es perturbadora. Como si el de don Augusto fuera otro de los gobiernos opinables que se apilan en los manuales de historia de los países del primer mundo.

Perturba también la memoria asfaltada de lo que pasó y por qué. Los murales tapados, el haber reparado cada uno de los orificios de bala de la Casa de la Moneda, la crueldad de haber convertido la casa de Allende en un geriátrico.

Cada tanto uno se encuentra con alguien que atravesó aquellos vertiginosos días, y puede verle, si viene de ese palo, cómo se le humedecen los ojos al escuchar nuestras tontas preguntas de turista de la historia ajena. Como si aquella aventura de la UP fuese un secreto inconfesable, algo que no se debe mencionar. Una travesura justamente castigada.

Cuánta incomodidad provoca la figura de Don Salvador. Cómo fastidia por izquierda y derecha el haber intentado saltar el chantaje que quiere obligarte a optar entre la libertad o la justicia, entre los mercados genocidas y las burocracias omnipresentes.

Saboreando una cerveza artesanal, la segunda o tercera de aquella noche supongo, un guionista chileno arriesga que la obligación de haber tenido que reconstruir tantas veces estas ciudades, esta molesta inestabilidad orográfica, tal vez explique parte de la admiración de ciertas mayorías chilenas por las sólidas estructuras de cuartel. Esa alemanidad, que uno disfruta en sus manifestaciones gastronómicas y desprecia en sus aberraciones políticas. ¿Quién sabe?

La idea parece menos caprichosa al comprobar que uno de los programas de TV más exitosos de los últimos años, el que le permitió llegar al liderazgo al canal público, TVN, se llama PELOTÓN. Y es un reality (a estos tipos les encantan los realities) que cuenta (exhibe) la vida de un grupo de jóvenes en una base militar calcada de la peor filmografía estadounidense. Allí se reivindican los supuestos valores de estos marines periféricos: la valentía, la confraternidad, esa innumerable cantidad de cosas que supuestamente se aprenden bajo estos regímenes de privaciones, en fin, la nobleza de los hombres de armas. Su nauseabundo autoritarismo didáctico. Justo aquí. Donde se cuentan por miles las víctimas torturadas y asesinadas por hombres de uniforme.

Para peor, viendo atónito algunas escenas de este ciclo que rebota en los matinales de los canales de la competencia y trepa con asiduidad a las tapas de los diarios, descubrí la participación del hijo tardíamente reconocido por la rata riojana. Como si el pobrecito viajara por el mundo buscando algún puto reality donde meterse. Literalmente, procurándose una vida. Y quién podría culparlo.

Su presencia no es lo único que nos recuerda a la década del 90 por aquí. Hay mucho de aquella fiebre consumista y mucho de ese tilingo deseo de estar “integrado al mundo”. Cadenas que huyeron de las pampas o por suerte nunca llegaron con su carga de colesterol y aceites saturados, reinan aquí hace años: los negocios de hamburguesas ya conocidos conviven con los de donas, los de pollo frito y esa pizza de cartón corrugado con nombre de sombrero.

Tiendo a pensar, arbitraria e irresponsablemente, lo asumo, que el meollo del asunto es que Pinochet no fue sólo el Videla de Chile. Fue más bien el Videla y el Menem. El que derrotó a la subversión apátrida como Dios y la CIA mandan, pero también el que generó, con un poquito más de racionalidad que por aquí, un modelo económico ortodoxo que implicó el ingreso de los sectores acomodados a la burbuja primermundista. Cuando el algo habrán hecho se mezcla con el voto cuota y los vuelos de la muerte con las publicidades de viejitos piolas de las AFJP (acá AFP) la cosa se complica. Y entonces, las cuentas no declaradas en Suiza traen más incomodidad que las fosas comunes o los cantantes amputados. Capitalismo, al fin y al cabo. Mano invisible a punta de fusil: no puede fallar. Sobre todo después de una experiencia, la bombardeada en el 73, que debe haber aterrorizado a las capas medias chilenas hasta el ridículo.

Si bien se mira, en aquel plebiscito del 88, que convocó a pronunciarse a favor o en contra de una constitución que implicaba la continuidad del régimen, la derecha prodictatorial fue derrotada con un 54 por ciento de los votos. Eso permitió la vuelta de Chile a ciertas formas no del todo desenvueltas de democracia. Pero dejó sentada, al mismo tiempo, la existencia de un piso irreductible, vastísimo, de más del 40 por ciento de ciudadanos que votarían eternamente por la derecha, civil o militar. Y eso da escalofríos.

A pocos días de la segunda vuelta electoral que consagró al empresario Piñera, la presidenta inauguró en Santiago el Museo de la Memoria. Entre paréntesis, ¿se imaginan qué se hubiera dicho aquí si pocos días antes de una elección que enfrentara al oficialismo con un candidato de la derecha, la presidenta hubiera inaugurado un sitio monumental destinado a recordar los crímenes de la dictadura militar? Nada de eso pasó aquí. Acaso no sea sólo el oficialismo quien debiera mirar hacia Chile en procura de ejemplos de civismo. Cierro paréntesis.

Es algo extraño este Museo de la Memoria de Santiago. Molesta cierto exceso cool, cierta sobredosis de diseño. Parece un MALBA del genocidio. Y a pesar del excelente material de archivo que se exhibe, hasta ciertos sectores progresistas criticaron la puesta por entender que tenía demasiado de instalación. La crítica es compartible. Aunque teniendo en cuenta todo lo antedicho, tal vez Chile no esté como para hilar tan fino a la hora de evaluar cómo hace para rescatar cierta memoria. Y toda iniciativa debe ser bien recibida, aunque venga cubierta de cierta pátina palermitana.

Una de las cosas que puede verse allí es la filmación de un acto masivísimo en el Estadio Nacional, nada menos que allí, con Aylwin asumiendo. Y puede apreciarse que en aquel discurso, seguido por miles de gargantas anudadas, jamás se pronuncia la palabra Justicia. Incluso, la CONADEP chilena tiene un nombre más que elocuente: “Comisión por la verdad y la reconciliación”. Es decir, la democracia chilena no tuvo Leyes de impunidad simplemente porque no las precisó.

Con esta mochila de una dictadura que nunca acaba de irse, asistimos al final de la Concertación. Sin gritos ni penas demasiado profundas. Un fade out algo inevitable anticipado en sus internas amañadas y en sus carcamanes pegoteados en los sillones.

Sabemos que esta experiencia ligeramente socialdemócrata redujo notablemente la pobreza. Lo hizo con políticas focalizadas (esas que el gorilaje autóctono gusta denominar clientelismo). Pero que poco hizo por modificar la matriz liberaloide pinochetista, su desigualdad o su condena a un destino de exportación de materias primas que hasta cierta progresía trasandina defiende con orgullo. Algunos que saben de estos temas, describen una paradoja dolorosa: que muchos de los beneficiarios de aquellas políticas concertacionistas, que pudieron en estos años salir de la pobreza hacia una nueva clase media, se frustraron luego en este paisaje noventista en el que se paga por todo, desde ir al baño hasta asistir a la universidad pública. Y habrían terminado votando mayoritariamente por la derecha y sus promesas de góndola. Apenas una hipótesis creíble. Triste, sí, pero creíble.

Atrás queda Chile. Con su consumismo y su interminable fila de farmacias. Con su afán de país central y su TV de suburbio. Con Kike Morandé que hace pensar que Sofovich es Letterman, pero con 31 minutos. Con su slang cada vez más difícil de entender, pero el Parque Forestal. Con su debilidad por los uniformes, pero The Clinic. Con sus matinales fomes, pero sus mariscos y la soda limón. Con su smog capitalino, pero el sur. Con sus chistes xenófobos sobre peruanos, pero Valparaíso. Con el oscuro presente de Piñera pero el interesante futuro de Ominami. Con el fascismo golpista de El Mercurio, pero las tapas amarillo-lisérgicas de La Cuarta. Con el grasiento Festival de Viña, pero Carlos Cabezas. Después de todo, con su taza de Pinochet. Pero la de Allende.

Me resigno a volver sin haber logrado entender a este país.

Vuelvo a la Argentina, donde la confusión está mucho más clara.

martes, 26 de enero de 2010

Gonzalo Pacheco de Merlo: exponente de la nueva narrativa argentina

Escritor%20medieval Hay quienes aseguran que en los libros de Gonzalo Pacheco de Merlo puede rastrearse a uno de los escritores más importantes del siglo. Y es cierto: Gonzalo cita a Borges con frecuencia. Cabe decir que Borges no ha acudido todavía a ninguna de sus citas: celo profesional, prejuicio hacia la joven literatura, desidia, la tan mentada imposibilidad de actuar después de muerto, ¿quién lo sabe?
No falta también quien nos dice que Gonzalo Pacheco de Merlo es la más interesante aparición en el horizonte de las letras contemporáneas. Y no es esto lo único que nos dice su editor: también aprovecha un minuto de nuestra amable atención para acercarnos una tentadora oferta de 600 ejemplares de "Taxidermia para todos" al irresistible precio de 15 pesos. Lo pensaremos.

La evidente dificultad de quien esto escribe para adentrarse de lleno en la figura de Pacheco de Merlo no parece casual. Y es que no se trata de un autor sencillo, de esos que se abordan con facilidad en el transcurso de un viaje en automóvil (y mucho menos si es uno mismo quien maneja).
Cuesta creerlo pero, a pesar de su juventud, de Merlo es casi un veterano de la escritura: su inusual talento lo llevó a editar la primera obra a muy corta edad. En momentos en que sus pares apenas sospechan la posibilidad de publicar, Gonzalo ya daba su primer paso con una nouvelle en la que podemos percibirlo todavía distante del conflictivo mundo de los adultos. A pesar de esto, Devolveme mis chiches fue un verdadero suceso. Muchos supimos ver allí su particular estilo en estado larvario: la frase corta (a veces de una sola palabra, o incluso de media), el neologismo pertinaz, la sintaxis llana y directa alternando con el hipérbaton caprichoso que elude toda normativa y hasta la sugerente humedad de sus páginas hablaban a las claras de un prometedor futuro.
Sin embargo, esta pieza no tiene un sucedáneo inmediato. Da lugar, en cambio, a un prolongado período de ostracismo que siempre despertó la curiosidad de este cronista. Ahora que Gonzalo Pacheco de Merlo me recibe en el luminoso living de la casa que posee en el country de Tortuguitas, aprovecho para preguntárselo:

—¿Por qué, Gonzalo?

La respuesta no se hace esperar. Llega rápida, concreta, sin dilaciones:

—¿"Por qué" qué?

Cuando logro ponerlo al tanto de la larga introducción, mi entrevistado suelta las amarras de su elegante prosa:

Devolveme fue una experiencia algo traumática para mí, por las condiciones en las cuales había sido concebida se dio una circunstancia paradojal: cumplía tempranamente el sueño de todo escritor, tenía mi primer libro, pero era incapaz de leerlo. Decidí entonces que había llegado el momento de prepararme: hablé con papá y le planteé seriamente mi necesidad de concurrir a la escuela.

—¿Y cuál fue la reacción de tu padre?

— Papá entendió. El siempre apoyó mis iniciativas. "Hijo, es tu decisión..." solía decir sereno, incluso cuando decidí rociar con nafta y quemar nuestra casa de veraneo en La Mansa...

—¿Y por qué semejante locura?

—Bueno, después de todo, la mayoría de los chicos de esa edad van al colegio.

—Imagino que no fue fácil...

—Claro que no. Para empezar resultó muy conmocionante el hecho de conocer gente que vivía un mes con lo que yo gastaba por día en figuritas. Mi contacto con los docentes me golpeó de tal manera que llegué a convencerlo a papá de que tomara a mi maestro de 3er grado como su chofer. El hombre aceptó: ganaba lo mismo, pero ahorraba mucho de viáticos.

—¿Y cómo era el trato de tus compañeros?

—Pésimo: ellos se negaban a trabajar para papá... Y claro, yo viví esa situación como un rechazo.

—Teniendo en cuenta la interrupción que sufre tu brillante carrera durante aquellos años, ¿puede decirse que la educación actuó como un obstáculo para tu producción literaria?

—Sí, por supuesto que puede decirse...

—Bien. Entonces ahí va: " la educación actuó como un obstáculo para tu producción literaria"...

—Es cierto. Durante aquel oscuro período me sentí compelido a abordar temas que poco tenían que ver con mis inquietudes y —lo que es peor— que no subyugaban a ningún editor: nadie cree que una serie de ensayos breves sobre "la vaca" o "La bandera de mi Patria" pueda llegar a ser un best seller.

—Pero después vendría el esperado gran salto...

—No, el suicidio de mamá había sido mucho antes.

—Me refiero a que retomás la experiencia de Devolveme mis chiches con la publicación de otra novela...

—Ponerle fin a mi etapa escolar dio pie a este relato en el que traté de reflejar aquel interesante rito de los estudiantes, esa especie de viaje iniciático...

—El ansiado viaje a Bariloche...

—¿Adónde? No. En el seno de mi división se produjo una fractura irreconciliable con respecto a cuál sería el destino más adecuado. Había dos posturas muy marcadas: por un lado estaba yo, que quería viajar a Bariloche...

—¿Y por el otro?

—Estaban mis compañeros, que querían viajar a Bariloche. Pero sin mí... Finalmente, ellos ganaron. Pero en una muestra de inusual camaradería me consiguieron un importante descuento para que pudiera realizar mi propio viaje de egresados al desierto de Gobi. Nunca los olvidaré...

—Un verdadero desafío.

—Sí. No sabe lo difícil que fue encontrar a alguien para que me sacara la dichosa foto de los egresados.

—¿Ese es el origen de Desierto?

—Me propuse contar todas las cosas que le pueden ocurrir a un joven que recorre un desierto asiático en busca de aventuras...

—Pero en el desierto no pasa nada.

—Precisamente, eso fue lo que dijo la crítica sobre mi novela.

Gonzalo Pacheco de Merlo hace una pausa. Parece evocar el malestar despertado por esas críticas hostiles. Ajusta con vehemencia el cinturón de su bata de seda italiana, sirve dos vasos de Johnie Walker, bebe ambos con decisión y se queda en silencio, mirando —a través de la enorme ventana— la manera inocente con la que los pequeños corretean por el césped sintético de la canchita de rugby seven. Entiendo que es hora de seguir con el cuestionario.

—Finalmente, después de dos novelas, llega el momento de publicar tu primer libro de cuentos. ¿Cómo surge Historias de Country?

—Cuando logré regresar de mi viaje de egresados, papá me hizo un planteo adulto y veraz. Me sentó en sus rodillas y me dijo: "Gonzalo, creo que ya sos una persona capaz de asumir responsabilidades y llegó el momento de que tomes una decisión: ahora podés salir a trabajar, ganar con suerte unos 1.500 pesos por mes, gastar ese minúsculo salario en el alquiler de un mugroso departamento de 1 ambiente y vivir comiendo polenta y fideos a la espera de un futuro mejor o —si preferís— te puedo mantener yo..." La decisión era realmente difícil. Por un lado, estaba la independencia con la que todos soñamos y por el otro, el tedioso bienestar. Ser un miserable con dignidad o sepultarme para siempre en el universo sin matices del confort, ser un esclavo del dinero, un imbécil incapaz de abandonar el seno paterno. Elegí esto último. Pero me costó muchísimo y supe que a partir de ese instante mi vida se convertiría en un sin fin de opciones enfrentadas en una dialéctica permanente. Elecciones de las que dependía mi destino: ¿El Mazda o el BMW? ¿VISA o American Express? Sobre esta clase de cuestiones trata Historias de Country, un libro que me enorgullece porque creo que a través de él se exhibe sin tapujos nuestra realidad más descarnada. Allí estamos retratados tal cual somos. Un hombre que debe decidir si le paga el aguinaldo a su jefe de seguridad. Una familia a punto de quebrarse ante la imposibilidad de definir sus vacaciones entre Grecia o el Caribe. En fin, un libro que habla de nosotros...

—También incursionás en la Ciencia Ficción...

—Exacto. En El Contador Fantasma, un hombre es acosado por la voz de su contador muerto que le aconseja acogerse a la moratoria de Bienes Personales...

—¿Y cómo se te ocurrió?

—El escritor debe tomar algunos elementos de la realidad entre sus manos para juguetear con ellos como una especie de divinidad, poniendo ese toque de imaginación, de delirio que caracteriza a los artistas...

—Entiendo, nunca hubo tal fantasma...

—No,no. El fantasma existió. Pero obviamente recomendaba seguir evadiendo...

—Con este libro, la crítica fue más amable.

—Así es. Nunca olvidaré la columna que me dedicó Adalberto Rodríguez Vassena en la revista "Country & Casas". Emocionante.

En su modestia, Gonzalo Pacheco de Merlo es incapaz de obligarme a leer esa nota laudatoria. Sólo percibo que levanta la vista y con los ojos húmedos echa una mirada a la sencilla ampliación de 2 metros por 1, 50 que su padre mandó enmarcar y colocar arriba de la chimenea. Recién al hallarme solo, a la espera de que el amable Gonzalo retorne con un par de tazas de café, atino a posar la mirada sobre las visibles letras que describen frases en negrita: "Un librito divino...", se señala; "Unos cuentos preciosos", se agrega. Me lanzo a la atenta lectura del opúsculo a sabiendas de que el hacerlo implica trepar otro peldaño en la ruta de nuestro eterno aprendizaje. No sabré decir cuánto tiempo pasó entre esa decisión y el cálido instante en que la mano amiga de Pacheco de Merlo me tocó el hombro al tiempo que su joven voz me susurraba: "Tome este café, señor. Le va a venir bien..." Sin rastro alguno de ofuscación ante mi improvisada siesta, me pregunta: ¿Llegó a la parte de “Un Homero crecido al compás de nuestros partidos de golf, nuestras jornadas de paddle, nuestras reuniones de tupperware…”? Reconozco no haber leído tan maravillosa frase.
Considerándome en falta, busco seguir la charla recorriendo tópicos más bien amables. Le pido detalles sobre la entrega de ese notable lauro que le será otorgado en los próximos días (el Primer Premio del "Certamen Literario intercountries Luisina Brando"), de su nuevo y millonario contrato con la editorial De Merlo Ediciones (fundada por su padre sobre los restos de una desaparecida entidad financiera) y de sus recientes escritos en colaboración con el prometedor Augusto Sánchez de Erquiaga a los que Gonzalo resta importancia humildemente con la frase "En realidad le presté mis facturas para que pudiera cobrar en la editorial de papá..."
Hablando de estas cosas con Gonzalo Pacheco de Merlo, el tiempo parece escurrirse entre los dedos. Es por eso que sin llegar a comentar sus próximos trabajos debemos interrumpir la charla: "Disculpá —dice tímido— es la hora de las actividades recreativas y no puedo faltar al ensayo con mi murga Los atorrantes del barrio privado ".
Con este último detalle queda delineada la figura de un artista cabal, de un hombre que en pleno siglo veinte encarna los ideales creativos de la época renacentista. En esto pensamos cuando, al pasar el último puesto de seguridad, nos sale al encuentro ese moderno mecenas, Don Rodrigo Pacheco de Merlo. Nos estrecha en un cariñoso abrazo, menciona algo que no viene a cuento sobre un cheque y —a modo de despedida— nos obsequia un ejemplar de ese libro que no debiera faltar en ninguna biblioteca: "Taxidermia para todos".

lunes, 18 de enero de 2010

Güevones



Finalmente, pasó lo que se veía mejor de lejos que de cerca. En diciembre, tras la primera vuelta electoral en Chile, las cuentas no daban para revertir tanta ventaja del empresario millonario Piñera. Ya en Santiago, las cosas se veían algo más matizadas. Lo escribí en el post anterior. Por esas horas, se publicaban encuestas que daban algo parecido al empate técnico, el MEO Ominami comunicaba (tal vez demasiado tarde) que él votaría por Frei, y algunos actos que visité, algunas notas, algunas impresiones, daban cuenta de que la cosa podía ser. Pero no. Todo esto que pasó hace 5 días, debió haber pasado hace un mes. O mejor, hace un año, cuando la Coalición decidía enfrentar a la derecha con uno de sus exponentes más conservadores: Frei.

Sin embargo, la cuestión bien entendida, desborda las figuras personales de ocasión. Como escribía Patricio Fernández en THE CLINIC del 14 (acoto: algún día los lectores argentinos nos mereceremos una revista así, capaz de entender que la ironía está buena, pero la ironía permanente, sin quiebre, sin afuera, es patología, y que se puede hacer humor ácido sin atrincherarse en un posmodernismo palermitano del todos son iguales). Retomo: escribía Patricio Fernández sobre Frei: “…es el dato obligado para un proyecto que lo sobrepasa por mucho, que reúne a millones de chilenos que saben perfectamente que no es lo mismo un patrón que un empleado, ni un rico que un pobre, ni un privilegiado que un marginal. Podemos hacernos los lesos y decir públicamente, para no parecer amargados ni resentidos, que esas disquisiciones son producto de otro tiempo, cuando la violencia bárbara reinaba entre nosotros, pero sabemos muy bien que a veces, en medio de la violencia bárbara, asoman verdades indesmentibles.” Amén.


Frente a él, un empresario multi millonario, que siempre sonríe exhibiendo dientes perfectos (o protésicos) y que no le hizo asco al regatón, las coreografías absurdas, y cuyo discurso nunca va más allá del cambiar y de votar con el corazón. Es una rata riojana con varios libros más y varios gatos menos (al menos conocidos). Pero es mucho más Carlos que Mauri. O una mezcla de ambos. ¿No es bárbaro?

La jornada fue tranquila. La televisión solazándose con las notas idiotas de siempre para mentir que a lo mejor no hay mucho para decir hasta que no aparezcan los primeros números.

En el contexto de la boludez catódica, algunos hallazgos: el reencuentro con el votante que en la primera vuelta llegó borracho a emitir su voto. Y entonces el pedido de disculpas, y hasta el gesto de un fiscal que le obsequia una botella de agua. O el imbécil que se ganó 60 mil pesos chilenos (unos 500 de los nuestros) por colgar una gigantografía de Piñera. Y que deberá pagar unos 300 mil de multa (unos 2.500).

Por lo demás, lo de siempre: infartados, gente con ataques de epilepsia, la que fue a votar y alguien ya lo había hecho por ella, el güevón que se equivocó y votó en otra mesa, las boletas que ya estaban marcadas. Pero todo despojado de histeria. Faltan aquí señoras anaranjadas y de misa diaria denunciando fraude y plagas de langostas. No se las extraña. Pero reconozco que tanta corrección comienza a irritarme.

La confianza de la derecha era tanta, que a las 14, el jefe de campaña piñerista ya se preocupaba de pedirles a sus seguidores que no se excedieran en los festejos porque es peligroso eso de beber y manejar. Parece que más aún que encontrarse con algún ministro de Pinochet en el futuro gabinete. Ya que, como aseguró el ganador, eso no puede ser pecado. ¿No? ¿Seguro?

Habla MEO: estas son las últimas elecciones de la transición. Y promete ser opositor a cualquiera que gane y no participar de ningún gobierno. Aunque eso no le impide votar en contra de los que se oponen a la píldora del día después o de los que van al Congreso sólo para impedir que las leyes cambien. Empieza a gustarme este MEO. Y por favor, no saquen esta frase de su debido contexto.

El escrutinio televisado es apasionante. Nada de boca de urna. Las cámaras de TV asisten al momento en que el presidente va cantando voto a voto el resultado de su mesa. Se arman tanteadores como en una definición por penales. Y, genial, se compara el resultado que va construyendo esa mesa con el de la misma mesa en la primera vuelta. Eso me mantuvo pegado al televisor mientras duró.

Chilevisión lo hacía con mesas en las que se sabía arrasaba Piñera. Chilevisión es de Piñera. Qué loco un país donde un candidato es dueño de un canal de televisión, ¿no?

Pero este apasionante espectáculo televisivo duró hasta que a las 18 en punto, un muñeco del gobierno, muy pero muy pausadamente, da los primeros resultados, dos tercios de los votos escrutados, región por región (y son 15). 51, 8 a 48, 12. Y nadie sale a decir que esperen a cargar los votos del gran Santiago. Todos saben que de eso no se vuelve.

Y al rato habla Frei. Un discurso bastante pedorro, que además lee, y mirando muchas veces la hoja. Después de él, habló el ex presidente Lagos. Sin leer. Y quedó claro por qué parte del problema de la Concertación fue su candidato. Lagos no abandonó la exasperante corrección de la política chilena, pero marcó la cancha: tenemos mayorías parlamentarias para defender cada uno de los logros de la Concertación. Y es que ya se habla de engendros como Reformas laborales y demás por estas tierras.

Lagos también jubiló de un saque a toda su generación (los que luchamos contra la dictadura) pidiéndoles que dejen paso a los jóvenes, que ya está, que estuvo bien.

La derecha festeja en las calles de esta ciudad. Dicen que un camión de champagne entró al Crowne Plaza, bunker de Piñera. Esperemos que no conduzcan.

Los cronistas hablan con representantes del pueblo enfervorizado: señoras anchas que aseguran que “la gente de derecha queremos un cambio”; panzones de chomba y zapatos náuticos que aseguran que celebran la alternancia (la estúpida reivindicación de la alternancia por la alternancia misma: hoy comés, mañana no, ¡viva la alternancia!), pelados enojados con cara de lectores de Aguinis anuncian que ahora se terminará con la delincuencia (¿les suena?), señoras de costura a la vista que quieren decir algo pero ya no tienen voz. Y es un alivio.

Algo saludable es que aquí, salvo Piñera, los de derecha dicen que son de derecha. Esta es una de las cosas que le permitió a sujetos como Frei aparecer como progres, es verdad. Pero no deja de ser un gesto de honestidad ideológica. Lo enfermizo es que los periodistas aseguren que con este triunfo la derecha vuelve al poder después de 50 años. ¿Y Pinochet qué era? ¿Trosko?

Salgo al súper, uno de los pocos comercios abiertos de este puto día, y casi me empernan dos 4 por 4 que van hacia Plaza Italia a toda velocidad haciendo flamear sus banderas chilenas. Sé que las cosas deben ser más complejas, pero la imagen resulta fuerte. Sobre todo si te pasa en un país como este, que alguna vez inventó los cacerolazos para llamar al golpe contra Allende.

Algo de guionado tienen estas elecciones. Algo de pensado para televisión: aquellos hallazgos de personajes, aquel conteo de votos emocionante y para el final, lo más llamativo. Dúplex y llamada de Bachelet a Piñera. No hay delays, noteros pisándose, audios entrecortados. Parece una escena de una tira: pantalla dividida y allí hablan, Piñera y Bachelet. Perfectamente enfocados, iluminados y microfoneados. Sonríen, hacen una cita para mañana, él le pide consejos sobre todo para continuar con la gran cantidad de cosas que su gobierno hizo bien… Y a esa altura, la corrección republicana trasandina me tiene los huevos al plato. OFF.

Ah, una cosa, el 80 por ciento de popularidad que dicen que tiene Bachelet, ¿para qué carajo sirve?

miércoles, 13 de enero de 2010

No da lo mismo


Los vericuetos laborales me depositaron en Santiago de Chile. Justo esta semana.

Llegué a esta ciudad plagada de farmacias convencido de que tendría la mala suerte de asistir a la coronación de Piñera (llamado piraña por sus detractores). La distancia en primera ronda con el candidato de la Concertación fue enorme, y los votos de MEO Ominami (tercera fuerza con un 20 por ciento) resultan algo imprevisibles. A pesar de presentarse como una fuerza progresista también podría haber expresado cierto afán de cambio no muy ideologizado que el domingo podría derivar hacia la derecha. Algo así como aquel voto de Macri que dos años después recaló en Proyecto Sur.

Sin embargo, algunas cosas han cambiado en estas horas. Hoy, Ominami anunció que votaría a Frei. Más allá de sus especulaciones a futuro, el hombre no quiere cargar con la cruz de ser el responsable de la vuelta de la derecha al gobierno. Finalmente, el Meo fue adentro del tarro, aunque no sabemos si no será demasiado tarde.

Este gesto, y la aparición de encuestas cada vez más apretadas, alimentan una mínima esperanza.

A algunos metros de mi hotel, en el Parque Forestal, la cultura y los jóvenes dan su apoyo a Frei. Y uno, que jamás imaginó que algo como la Concertación le provocaría algún tipo de fervor, y menos aún la figura de Frei, allí estaba. Entre las banderas rojas, las remeras que llamaban a "NO VIRAR A LA DERECHA", los vendedores de completos y de agua Cachantun congelada, escuchando al ex violero de los Electrodomésticos y demás. Y estuvo buenísimo.

La frase de campaña es NO DA LO MISMO, y nos gusta. Cuando quieran discutimos a Frei y el tibio progresismo trasandino, pero a pesar de todo no da lo mismo él que Piñera, una coalición socialdemócrata que una alianza de neoliberales y pinochetistas, un político que un empresario.

Detrás del da lo mismo se agazapan las peores estupideces políticas. Acá y en todos lados.

Escribo este post en mi habitación. Frei habló lo más progre que pudo a eso de las 22. Pero son más de las 12 de la noche y sigue entrando música por la ventana. Mientras tanto, en la tele, Piñera baila una coreografía de Michael Jackson, se arroja sobre una caja de cartón, responde preguntas a una bella conductora tirado en una cama en posición fetal, aspira extra floruro para jugar a cambiar su voz (y ustedes que pensaban que la televisión argentina era chotísima) y se parece tanto pero tanto a la rata riojana que se te paran los pelos de la nuca.

No es raro que un tipo de su calaña, con tanto billete, sueñe llegar a un sitio llamado La Moneda. Habrá que celebrar que por esta vez, él y sus aliados intentarán hacerlo sin bombardeos ni asesinatos. Ojalá, el domingo a la noche podamos celebrar algo más.