miércoles, 9 de junio de 2010

Eriberto García Ofri, poeta de Buenos Aires


Pensar en la poesía de García Ofri es evocar todas aquellas cosas que nos hablan de la ciudad: los muchachos del café, el Río de la Plata, el barrio, mis atrasos en las cuotas de alumbrado, barrido y limpieza. En fin, todo eso que nos señala como porteños en cualquier lugar del mundo en el que estemos. Caminando por las calles de Varsovia, me bastaba repasar los sentidos versos de Ofri para dibujarme un mapa de Buenos Aires en la mente, para volver a sentir el afecto de mis queridos viejos, para decidir quedarme cinco años más en Polonia.

Ya de regreso en mi querida ciudad, el destino y los gritos de mis superiores quisieron que tuviera que hacerle una nota al hombre que mejor pintó nuestro sentir ciudadano: Don Eriberto García Ofri. Con sus juveniles 94 años, el llamado poeta de las 45 circunscripciones me recibe por primera vez en su hogar.

Al llegar a la vieja casona de Flores descubrimos sus amplios jardines, descubrimos sus imponentes tejados, sus conmovedores ventanales. Descubrimos incluso que es un geriátrico.

El autor del tango “Chiquilín de Lenin” nos recibe con una sonrisa en los labios que no tardamos en atribuir a los efectos de su última hemiplejía. Nos extiende su mano generosa y nos invita a sentarnos para comenzar una charla íntima y nostálgica.

¿Es cierto que sigue escribiendo, Don Eriberto?

¿Cómo dice?

Le preguntaba si todavía siente ganas de escribir...

En la quinta el 2, “Maleficio”...

Al principio, relacionamos tan caprichoso diálogo al inefable universo poético de García Ofri. Minutos después, cuando una enfermera vuelve a conectar el diminuto aparatito que se encuentra detrás de su oreja, todo se aclara. La charla se vuelve intensa. Los recuerdos desfilan incesantes: “En esta calle, Bilbao, vivía Grisel”— arroja desafiante el poeta. La posibilidad de descubrir la historia de uno de nuestros tangos más queridos me empuja hacia la pregunta obvia:

Grisel, ¿la del tango?

No, Grisel Herskovitz. La de la mercería.

Una novia de juventud...— sugiero buscando la complicidad, el recuerdo, la emoción.

No. Ni la conocí.

¿Pero qué pasaba con Grisel Herskovitz? No se lo guarde, maestro...

¿Grisel? Vivía acá, en esta calle... ¿Cómo se llama?

Bilbao...

Ah, la conoce. ¿Se acuerda de Grisel?

Era evidente que la nostalgia provocaba un remolino de recuerdos, personajes, historias, anécdotas, en la cabeza del poeta. Eriberto es un hombre atravesado por la poesía, por el tango, por la argentinidad. Pero es también un hombre atravesado por una sonda que dificulta sus movimientos, esos que alguna vez alguien describió como los de un verdadero “vendaval de las milongas”. Un fenómeno meteorológico que de darse en este momento incluiría fuertes precipitaciones.

Después de ayudar a introducirle en la boca su píldora de las 18:25, consigo que el entrañable García Ofri, encausado por la eficacia del medicamento, me cuente algo de su historia. Esa historia que es en definitiva la historia del tango, ni más ni menos. O tal vez menos. Pero sólo un poco.

Yo nací en un barrio muy humilde, ¿sabe? En mi casa, muchas veces no había qué llevarse a la boca. Y cuando había algo, mamá lo quemaba. Estaba tan poco acostumbrada a cocinar pobre, que nunca le tomaba la mano. Éramos ocho hermanos hasta que mi viejo apostó al más chico en una mesa de pase inglés. Por suerte perdió, porque si ganaba otro chico, no sé dónde lo hubiéramos metido. Nuestra casa era muy pequeña. Todos dormíamos en una sola cama. Nueve personas en una sola cama. Eso sí: era king size.”

A esta altura del relato, noto que los ojos de Don Eriberto se llenan de lágrimas y que la respiración se entrecorta impidiéndole continuar. Cuando logra escupir la píldora con la que se había atorado, su narración prosigue.

No siempre habían sido así las cosas. En algún momento, mi padre tuvo un trabajo honesto y respetable: tratante de blancas. Pero lo echaron por querer traerse el trabajo a casa. Lo echaron de casa.”

Con la píldora de las 19:10, una redonda de color azul cobalto, Eriberto se siente como nuevo. Experimenta deseos de caminar, de correr, de saltar. Y obedeciendo a la rebeldía de su espíritu poético, lo intenta... Una serie de descargas eléctricas aplicadas por el personal paramédico en la zona del pecho, logra reanimarlo para continuar con esta entrevista.

Siempre me gustó la música. Por eso, mi madre me había dibujado las teclas de un piano sobre un cajón de manzanas para que practicara. Allí realicé mis primeras armas como pianista, hasta que la infección producida por las astillas que me clavé intentando una pieza de Schoenberg me provocó una gangrena que obligó a que me amputaran algunos dedos. Esto me desanimó un poco, es cierto. Hasta que escuché un piano de verdad y me di cuenta de que emitía un sonido espantoso. Así olvidé rápidamente la música y empecé a escribir”.

García Ofri permanece en silencio algunos instantes. Y tras ingerir un par de cápsulas ovaladas, mitad rojas, mitad blancas, me mira fijamente y sentencia: “En la sexta, el 8, Mamarracho”. Se trata seguramente de fragmentos perdidos de alguna de sus obras. Frases que tal vez nunca vayan a encontrar cobijo en el calor de un tango-canción. Pero que aparecen como segregadas por una glándula poética. Una de las escasas secciones del delicado organismo del bardo que no ha sido todavía extirpada en una mesa de operaciones.

El discurso de Ofri sigue su camino:

Siempre escribí a escondidas. Hasta que un día me crucé con un pibe llamado Astor y le mostré algunas de mis letras. Me acuerdo que le mostré una inspirada en mi querida viejo llamada Balada para un piscótico peligroso. ¿La recuerda, señor? Empezaba con un recitado...”

De nada sirve decirle que sí, que la recuerdo, que no hace falta. Don Eriberto se pone de pie. Toma el receptáculo del suero como si fuese un micrófono y dice a media voz:

Los pasillitos del Hospital Municipal José P. Borda tienen ese qué sé yo, ¿viste?

Salís de tu cama por el pabellón 28... Lo de siempre...

Cuando de repente, de atrás de los alambres electrificados, me aparezco yo.

Mezcla rara de barbitúricos, ansiolíticos y antidepresivos,

Un casco de metal con cablecitos en la cabeza,

las mangas del chaleco de fuerza atadas en la piel

Y una motosierra Poulan 3500 en cada mano..."

La aparición de una enfermera para aplicarle las inyecciones de las 19:14 pone fin a la declamación de Eriberto, quien se presta con estoicismo a la serie de 16 pinchazos. Con naturalidad retoma la charla:

A partir de ese momento, empecé a verme con Astor todos los días hasta que pasó algo extraño. No sé. Era un tipo raro...” Por cortesía, no traigo a la memoria las reiteradas denuncias presentadas por Piazzolla en su contra por invasión de la propiedad privada, merodeo y amenazas calificadas. “Un joven extraño, sí... Nunca más supe de él. ¿Cómo le habrá ido?” —me dice antes de perder la mirada en el horizonte.

Por si el lector no lo sabe, la “Balada para un psicótico peligroso” es sólo el comienzo de una serie interminable de éxitos de la pluma del eterno García Ofri. ¿Cómo olvidar la opresión que transmite la letra de “Sedado espero”? ¿Cómo abstraerse del dolor por lo que ya no fue que emana de las palabras de un tango como “Soledad, la del Hospital Moyano? ¿Puede alguien no sentirse libre tras escuchar un tango como “Adiós, muchachos: me dieron de alta” o contener la risa provocada por los ingeniosos chascarrillos contenidos en “Enfermero, suba y diga”? ¿Cómo no recordar los sublimes versos de “Los empastillados”?

Esta noche, amiga mía,

el Trapax nos ha pegado.

Qué me importa qué se rían

si siempre estoy falopeado.

Después vino la etapa conocida como de encierro. El poeta se vuelve sobre si mismo. Deja de interesarle el mundo exterior. Se lo adivina atravesando una instancia opresiva, se lo sabe cumpliendo una condena en una prisión de máxima seguridad en Usuahia. Fue tras llevar a los hechos las duras amenazas disparadas desde uno de sus piezas más emblemáticas, “El día que te mueras”. Sus abogados quisieron proteger a García Ofri de quienes lo acusaban de haber provocado el incendio de la casa en que vivía el Director de la Clínica de rehabilitación en la que estaba encerrado por entonces. Nadie creyó la hipótesis que atribuía el fuego a un “rayo misterioso”.

Los años han pasado, pero García Ofri se mantiene vivo y con ganas de seguir luchando, con ganas de seguir dándole al tango más y más de su arte. Por eso, mientras se recupera de una ligera pérdida del conocimiento que nos obligó a detener la charla unos instantes, el hombre que más le cantó a Buenos Aires me habla de su nueva creación: “El romancero gilastro”. Más allá del epíteto del título, la obra está dedicada íntegramente a una de las grandes pasiones de Don Eriberto, a aquello que más disfruta en la vida después de los cócteles de anfetaminas: el fútbol. O como a él le agrada decir, el fóbal.

Es un homenaje al más grande deporte, señor. Me he tomado el trabajo de dedicarle un romance a cada club”. Y sin mediar ninguna otra introducción, el hombre comienza a leer unos versos que escribió con letra ilegible en el dorso de una receta. Se trata del “Romance de Ferro Carril Oeste”.

Verde que te quiero verde.

Verde loro, verdolaga.

Cuando voy a ver a Ferro

tengo líos con la cana.

Con el garrote en la mano

la emprenden contra la hinchada

y salimos disparando

todos por Martín de Gainza.

Verde que te quiero verde,

aunque a veces no den ganas.

¡Nosotros no merecemos

la “B” metropolitana!

Se me ocurre que tan emotiva muestra de arte popular, puede ser un buen cierre para este reportaje. Sin embargo, Don Eriberto no lo entiende así. “Mire que tengo también para todos los equipos de primera. Escuche:


Y que yo la llevé a River

sabiendo que era gallina,

y justo cayó el marido

que era de la Directiva.

Fue la noche que Alzamendi

se comió dos amarillas

por culpa de ese maldito

de Francisco Lamolina.

El canto a una institución señera como River Plate, me pareció un buen final. Pero nuevamente, García Ofri no compartió mi criterio. Mientras me agarraba de la solapa decía lleno de ira: “El fútbol no termina en la General Paz como se creen ustedes los periodistas. También tengo un romance para cada equipo del Argentino "A". Escuche, desgraciado:

A mí me gusta Aldosivi

y eso sí que es divertido.

Voy a verlo a Mar del Plata

con unos cuantos amigos.

Después vamos a la playa

y a escolasear al casino...


Intento zafarme con fuerza, pero el sujeto se encuentra completamente fuera de sí. Ya rechazó las pastillas de las 20:10, las 20:14 y las 20:20. Desde la copa de un árbol amenaza con seguir atormentándonos. “Este romance se lo escribí al Reginna, que acaba de descender a la segunda división del Fútbol Italiano:


La Luna vino a la cancha

con su polisón de nardos,

Lo viene a ver al Reginna,

la luna lo está mirando.

Y aunque se vaya al descenso

lo va a seguir alentando...


El poema no continúa. Sorpersivamente, Don Eriberto recupera la compostura y deja de insultarnos.

El amor y la comprensión brindado por los profesionales del lugar hicieron todo para contener al desesperado poeta. Un rifle cargado con dardos tranquilizantes hizo el resto.