viernes, 26 de febrero de 2010

¿Así era lo del pacto de la Moncloa?


Tenemos que hacer un gobierno para todos, dice. Para los que quieren a Videla y para los que no lo quieren. Genial.

Un gobierno para los que quieren elegir mandatarios a través del voto. Y para los que prefieren bombardear plazas, desenfundar armas y sacar a los presidentes elegidos por aquellos votos con custodia policial.

Pensemos un gobierno para los que quieren el Congreso. Pero también para los que quieren una Comisión de Asuntos Legislativos integrada por tres muñecos de uniforme.

Un gobierno para los que editan libros y para los que los queman, ¿por qué no?

Para los que tienen hijos y para los que robaron los de otros en algún procedimiento.

Para los que te tocan el timbre y para los que te patean la puerta de tu casa a las 4 de la mañana.

Para los obstetras y para los que picanean embarazadas.

Para los periodistas y para los que publican lo que les mandan en un sobre desde el batallón 601.

Para los que les gusta viajar y para los que les gusta tirar gente drogada desde los aviones.

Es hora de pensar un gobierno que incluya a los maestros y a los que empalan niños, a los médicos y a los torturadores, a los artistas y a los censores, a los delegados y a los entregadores, a nosotros y a los que nos quieren matar, a los jueces que juran por la constitución y a los que lo hicieron por el estatuto del proceso.

A todos. Que eso es el pluralismo. Eso es, después de todo, la república que sueña esa gente buena.

jueves, 18 de febrero de 2010

Otro final 2


Una larga mesa con 12 sillas, 12 platos, 12 copas y velas. Hay tres sillas ocupadas: en la del centro hay un hombre de unos 30 años, vestido con túnica. Lleva barba y pelo largo. Cerca de él, un hombre y una mujer de unos 20 años, llevan túnicas.

Silencio prolongado. Carraspeos. El hombre de barba mira por la ventana del fondo.


Profeta: Está anocheciendo.

Él: Creo que no van a venir, Señor.


El hombre de barba se toca la cara. Mira hacia arriba. Junta las manos con inquietud.


Profeta: ¿No fui lo suficientemente sabio? ¿No los llené de conocimientos? ¿De sermones?


La pareja se mira.


Ella: A lo mejor fue eso, Señor.

Profeta: ¿Qué?

Ella: Perdón. No quisiera...

Profeta: Habla. Tienes derecho. Fuiste una de las únicas discípulas que vino.

Él: No es discípula: es mi novia, Señor. Vino porque de acá nos vamos a una fiesta.

Profeta: Ajá. Me parecía que no había elegido mujeres.


Pausa.


Él: Bueno... Así son las cosas. Nosotros...

Profeta: ¿Adónde creen que van?


Ruido de truenos. Por la ventana entra el resplandor de un relámpago.


Ella: Llueve, amor. Qué raro...

Profeta: Sí, sí... Muy raro. Van a tener que quedarse aquí. Multipliqué un montón de panes y peces. Alguien tiene que comer todo eso.

Él: Claro, claro...

Ella: Yo no como pescado, señor.

Él: Ella es vegetariana.

Profeta: ¿Qué? Mi padre hizo un montón de animales deliciosos. Alguien tiene que comer todo eso...


Pausa.


Profeta: Además hay vino. Mucho vino. Convertí toda el agua que había en la casa en vino.

Ella: ¿No dejó ni una botellita?

Profeta: ¿Quién quiere agua? Mi padre tenía razón. Tenía que haber elegido unos pescadores. Gente rústica, leal, que come lo que hay y bebe vino.

Él: ¿Y por qué entonces nos elegiste a nosotros, Señor?

Profeta: Porque quería que escribieran todo lo que hacía. Si no, ¿quién va a enterarse? Y los intelectuales escriben todo. Tienen todo anotado, ¿no?


La pareja se mira.


Él: La verdad... No nos pareció relevante... Lindo, sí... Pero relevante...


Más truenos y relámpagos.


Profeta: Bueno. No importa. Ahora cuando vuelvas a tu casa quiero que escribas todo lo que vivimos estos días: la bajada con el burro, la pelea con los mercaderes, los milagros, los ciegos que caminan, los paralíticos que ven... Todo. Todo eso.

Ella: ¿Los sermones también?

Profeta: Obvio. Las parábolas. Las metáforas. Las comparaciones. Las sinécdoques. Las hipérboles... Y no olviden el "En verdad os digo...". Eso me da autoridad.

Él: Perfecto. Ahora si nos permite...

Profeta: Esperen, esperen. Van a mojarse. Además, alguien tiene que quedarse a ver como me traicionan, me juzgan, me crucifican.

Ella: ¿Todo eso por los sermones? Con meterlo preso alcanzaba.

Él: No tengo que verlo, Señor. Por unas monedas de oro se lo invento.

Profeta: Está bien, está bien. Pero antes... Esperen.


Se levanta de la mesa y va a la cocina. La pareja se mira. Ella intenta irse. Él la retiene.

El hombre de barba regresa con unos panes y un cáliz.


Profeta: Esto es importante. Por favor.


El hombre de barba toma un pan entre sus manos. Lo levanta. Lo mira. Cierra los ojos.


Profeta: Tomad y comed todos de él... Porque esto es mi cuerpo...


La pareja se mira. Salen corriendo. Con el ruido de la puerta, el hombre de barba abre los ojos. Descubre su soledad. Muerde un trozo de pan con resginación cristiana.

lunes, 8 de febrero de 2010

Dos tazas en Valparaíso


Nosotros y la estúpida pretensión de entender. Un poema, un cuadro, una mujer. Y en el extremo más absurdo, un país. No podemos evitarlo. Como si todo tuviera un sentido. O como si este no viniera dado por infinidad de causas y azares. ¿De dónde viene el carácter de esta angosta franja de tierra acorralada entre montaña y mar que las guías turísticas insisten en llamar Chile? Del clima y la pertinaz resistencia mapuche, de San Martín y la manía que tiene la tierra de estremecerse hasta el desastre por estas zonas, de un 18 y un 11 de septiembre, de la experiencia socialista más singular de estas latitudes y una típica dictadura latinoamericana que sin embargo logra, como pocas, impregnar leyes y costumbres hasta hoy. Y probablemente hasta mañana. ¿De dónde?

Termina mi experiencia chilena. Estos veinte días de tomarse el metro, subir cerros, beber cerveza con colegas trasandinos, aburrirse, ejercer actividades poco agradables, perderse, palpitar una elección, perderla, entristecerse como si fuera propia, hacer la cola del súper, tolerar a las señoras que pagan con cheques en las cajas express, ahorrar y gastar. Termina el viaje y sigo sin entender a este país. Pero con la estúpida pretensión de lograrlo.

Hay coordenadas para esta incertidumbre. Valparaíso es una ciudad portuaria diseñada pertinazmente sobre laderas montañosas. Un reducto persistente donde conviven el Congreso y las galerías de arte for export con el deterioro más penoso. Eso que a los visitantes nos resulta encantador y a los locales sencillamente sórdido, se dispone aquí con naturalidad: metonimia de las contradicciones que atraviesan este país.

Caminando estas calles únicas, una visión horrorosa me sorprende desde la mesa de un puestito de artesanías. Se ofrecen tazas con imágenes alegóricas de esta patria. Y entonces, allí está la taza con la cara de Salvador Allende. Y justamente al lado, una igual, con la repulsiva trucha de Pinochet. Y no se trata del trastorno de un comerciante esquizoide. Al lado nomás, otra vez, Allende y Pinochet. Como macabro metegol que dispone, en un mismo plano, víctima y victimario. Demócrata y dictador. Héroe y asesino. Llevando al paroxismo esta idea idiota del diálogo a como dé lugar. O esa mediocre superstición de que lo mejor siempre está en el medio de una y otra alternativa. Siempre. Que debe haber un lugar para todas las ideas. Aunque entre las ideas de los otros esté la de matarte.

Pocas veces y en pocos lugares siente uno que las cosas se hicieron (o se dieron) mejor en la Argentina que en el país que eventualmente se visita. He aquí una de esas pocas veces. Mis amigos santiaguinos escuchan con cierto asombro que sería imposible que alguien vendiera en una plaza de Buenos Aires una tacita con la cara de Videla. Está claro que en Argentina hay gente que añora aquellas épocas. Pero la cuestión va más allá del número. Hay una conciencia de lo que es socialmente tolerado. De que aquello sería un acto marginal pasible de una condena social. Nada de eso ocurre en Chile.

Quién sabe por qué. Quién sabe si ese orden que nos admira en el transporte público de su capital, esa manera controlada de vivir, es tan pero tan buena. Si no deviene menos de un elevado estado de conciencia que de la admiración malsana por ciertas formas de autoritarismo, por aquí tan comunes. Quién sabe dónde termina un saludable respeto por el otro y empieza la represión de toda manifestación de descontento. Dónde acaba lo europeo y empieza lo prusiano. Se sorprenderían de ver lo fácil que es conseguir un ejemplar de MI LUCHA en cualquier librería de viejo de Santiago. En el centro, en Providencia o en el persa del Bio Bio, que te venden como Tristán Narvaja y se parece más bien a La Salada.

La naturalización de la dictadura pinochetista es perturbadora. Como si el de don Augusto fuera otro de los gobiernos opinables que se apilan en los manuales de historia de los países del primer mundo.

Perturba también la memoria asfaltada de lo que pasó y por qué. Los murales tapados, el haber reparado cada uno de los orificios de bala de la Casa de la Moneda, la crueldad de haber convertido la casa de Allende en un geriátrico.

Cada tanto uno se encuentra con alguien que atravesó aquellos vertiginosos días, y puede verle, si viene de ese palo, cómo se le humedecen los ojos al escuchar nuestras tontas preguntas de turista de la historia ajena. Como si aquella aventura de la UP fuese un secreto inconfesable, algo que no se debe mencionar. Una travesura justamente castigada.

Cuánta incomodidad provoca la figura de Don Salvador. Cómo fastidia por izquierda y derecha el haber intentado saltar el chantaje que quiere obligarte a optar entre la libertad o la justicia, entre los mercados genocidas y las burocracias omnipresentes.

Saboreando una cerveza artesanal, la segunda o tercera de aquella noche supongo, un guionista chileno arriesga que la obligación de haber tenido que reconstruir tantas veces estas ciudades, esta molesta inestabilidad orográfica, tal vez explique parte de la admiración de ciertas mayorías chilenas por las sólidas estructuras de cuartel. Esa alemanidad, que uno disfruta en sus manifestaciones gastronómicas y desprecia en sus aberraciones políticas. ¿Quién sabe?

La idea parece menos caprichosa al comprobar que uno de los programas de TV más exitosos de los últimos años, el que le permitió llegar al liderazgo al canal público, TVN, se llama PELOTÓN. Y es un reality (a estos tipos les encantan los realities) que cuenta (exhibe) la vida de un grupo de jóvenes en una base militar calcada de la peor filmografía estadounidense. Allí se reivindican los supuestos valores de estos marines periféricos: la valentía, la confraternidad, esa innumerable cantidad de cosas que supuestamente se aprenden bajo estos regímenes de privaciones, en fin, la nobleza de los hombres de armas. Su nauseabundo autoritarismo didáctico. Justo aquí. Donde se cuentan por miles las víctimas torturadas y asesinadas por hombres de uniforme.

Para peor, viendo atónito algunas escenas de este ciclo que rebota en los matinales de los canales de la competencia y trepa con asiduidad a las tapas de los diarios, descubrí la participación del hijo tardíamente reconocido por la rata riojana. Como si el pobrecito viajara por el mundo buscando algún puto reality donde meterse. Literalmente, procurándose una vida. Y quién podría culparlo.

Su presencia no es lo único que nos recuerda a la década del 90 por aquí. Hay mucho de aquella fiebre consumista y mucho de ese tilingo deseo de estar “integrado al mundo”. Cadenas que huyeron de las pampas o por suerte nunca llegaron con su carga de colesterol y aceites saturados, reinan aquí hace años: los negocios de hamburguesas ya conocidos conviven con los de donas, los de pollo frito y esa pizza de cartón corrugado con nombre de sombrero.

Tiendo a pensar, arbitraria e irresponsablemente, lo asumo, que el meollo del asunto es que Pinochet no fue sólo el Videla de Chile. Fue más bien el Videla y el Menem. El que derrotó a la subversión apátrida como Dios y la CIA mandan, pero también el que generó, con un poquito más de racionalidad que por aquí, un modelo económico ortodoxo que implicó el ingreso de los sectores acomodados a la burbuja primermundista. Cuando el algo habrán hecho se mezcla con el voto cuota y los vuelos de la muerte con las publicidades de viejitos piolas de las AFJP (acá AFP) la cosa se complica. Y entonces, las cuentas no declaradas en Suiza traen más incomodidad que las fosas comunes o los cantantes amputados. Capitalismo, al fin y al cabo. Mano invisible a punta de fusil: no puede fallar. Sobre todo después de una experiencia, la bombardeada en el 73, que debe haber aterrorizado a las capas medias chilenas hasta el ridículo.

Si bien se mira, en aquel plebiscito del 88, que convocó a pronunciarse a favor o en contra de una constitución que implicaba la continuidad del régimen, la derecha prodictatorial fue derrotada con un 54 por ciento de los votos. Eso permitió la vuelta de Chile a ciertas formas no del todo desenvueltas de democracia. Pero dejó sentada, al mismo tiempo, la existencia de un piso irreductible, vastísimo, de más del 40 por ciento de ciudadanos que votarían eternamente por la derecha, civil o militar. Y eso da escalofríos.

A pocos días de la segunda vuelta electoral que consagró al empresario Piñera, la presidenta inauguró en Santiago el Museo de la Memoria. Entre paréntesis, ¿se imaginan qué se hubiera dicho aquí si pocos días antes de una elección que enfrentara al oficialismo con un candidato de la derecha, la presidenta hubiera inaugurado un sitio monumental destinado a recordar los crímenes de la dictadura militar? Nada de eso pasó aquí. Acaso no sea sólo el oficialismo quien debiera mirar hacia Chile en procura de ejemplos de civismo. Cierro paréntesis.

Es algo extraño este Museo de la Memoria de Santiago. Molesta cierto exceso cool, cierta sobredosis de diseño. Parece un MALBA del genocidio. Y a pesar del excelente material de archivo que se exhibe, hasta ciertos sectores progresistas criticaron la puesta por entender que tenía demasiado de instalación. La crítica es compartible. Aunque teniendo en cuenta todo lo antedicho, tal vez Chile no esté como para hilar tan fino a la hora de evaluar cómo hace para rescatar cierta memoria. Y toda iniciativa debe ser bien recibida, aunque venga cubierta de cierta pátina palermitana.

Una de las cosas que puede verse allí es la filmación de un acto masivísimo en el Estadio Nacional, nada menos que allí, con Aylwin asumiendo. Y puede apreciarse que en aquel discurso, seguido por miles de gargantas anudadas, jamás se pronuncia la palabra Justicia. Incluso, la CONADEP chilena tiene un nombre más que elocuente: “Comisión por la verdad y la reconciliación”. Es decir, la democracia chilena no tuvo Leyes de impunidad simplemente porque no las precisó.

Con esta mochila de una dictadura que nunca acaba de irse, asistimos al final de la Concertación. Sin gritos ni penas demasiado profundas. Un fade out algo inevitable anticipado en sus internas amañadas y en sus carcamanes pegoteados en los sillones.

Sabemos que esta experiencia ligeramente socialdemócrata redujo notablemente la pobreza. Lo hizo con políticas focalizadas (esas que el gorilaje autóctono gusta denominar clientelismo). Pero que poco hizo por modificar la matriz liberaloide pinochetista, su desigualdad o su condena a un destino de exportación de materias primas que hasta cierta progresía trasandina defiende con orgullo. Algunos que saben de estos temas, describen una paradoja dolorosa: que muchos de los beneficiarios de aquellas políticas concertacionistas, que pudieron en estos años salir de la pobreza hacia una nueva clase media, se frustraron luego en este paisaje noventista en el que se paga por todo, desde ir al baño hasta asistir a la universidad pública. Y habrían terminado votando mayoritariamente por la derecha y sus promesas de góndola. Apenas una hipótesis creíble. Triste, sí, pero creíble.

Atrás queda Chile. Con su consumismo y su interminable fila de farmacias. Con su afán de país central y su TV de suburbio. Con Kike Morandé que hace pensar que Sofovich es Letterman, pero con 31 minutos. Con su slang cada vez más difícil de entender, pero el Parque Forestal. Con su debilidad por los uniformes, pero The Clinic. Con sus matinales fomes, pero sus mariscos y la soda limón. Con su smog capitalino, pero el sur. Con sus chistes xenófobos sobre peruanos, pero Valparaíso. Con el oscuro presente de Piñera pero el interesante futuro de Ominami. Con el fascismo golpista de El Mercurio, pero las tapas amarillo-lisérgicas de La Cuarta. Con el grasiento Festival de Viña, pero Carlos Cabezas. Después de todo, con su taza de Pinochet. Pero la de Allende.

Me resigno a volver sin haber logrado entender a este país.

Vuelvo a la Argentina, donde la confusión está mucho más clara.