lunes, 28 de septiembre de 2009

Aviso


Bajo la consigna Un buen guión para una buena televisión, se lleva a cabo desde marzo en Argentores un ciclo de charlas con guionistas del medio. Ya pasaron por allí los responsables de LOS PELLS, TODOS CONTRA JUAN y VULNERABLES, entre otros. El martes 29 es el turno de ALGO HABRÁN HECHO. Así que ahí estará quien suscribe junto a Andrés Rapoport y Nora Mazitelli. Nos acompañará además uno de los conductores de la última temporada, Juan Di Natale.

El asunto es en el auditorio de Argentores, Pacheco de Melo 1820, a las 19:30 horas y con entrada obviamente gratuita.

El mundo está lleno de cosas que no tienen explicación, por lo que no se descarta que a alguien pueda interesarle. En ese caso, será bienvenido.


miércoles, 23 de septiembre de 2009

La tristeza de los milagros inútiles


La noticia es cada vez más difícil de encontrar, pero volvió a ocurrir: el Cardenal de Nápoles agitó un pañuelo blanco y anunció, una vez más, que la sangre de San Genaro se había vuelto líquida. Miles de fieles que se amuchaban en la Catedral de Santa Clara esperando que el milagro volviera a producirse, despegaron sus manos de rezar para iniciar el aplauso. El Cardenal exhibió el relicario con el fluido e invitó a besarlo “con las oportunas precauciones higiénico-sanitarias que siempre hemos tomado". Después de todo, nadie está a salvo de los brotes epidémicos.

Incansables, los creyentes del sur de Italia asisten 3 veces por año a este hecho que se produce, según dicen, desde 1369. La pregunta es entonces, ¿por qué insiste en llamarse milagro a un fenómeno que ocurrió más de 2 mil veces? Que a la sangre del santo le ocurra aquello ha dejado de ser un prodigio para convertirse ya en una patología. Un extraño trastorno hematológico que debería despertar menos entusiasmo que preocupación. ¿Qué esperan los autodenominados fieles para consultar a un especialista?

Se dice por aquellas zonas que el año que no ocurra la santa licuefacción, la ciudad debería prepararse para enfrentar toda clase de desastres. Empezando, claro, por una brusca caída en los ingresos por turismo.

A los efectos de la performance napolitana, interesa también la puntualidad. Un retraso de 80 horas, como los ha habido, podría no representar demasiado para la realidad celeste de un santo, pero para tres mil sujetos encerrados en un edificio de mármol que huele a cera y a perfume económico de señora que va a misa, es un verdadero martirio.

La reiteración del numerito dispara una pregunta acerca de la verdadera naturaleza de los milagros. ¿Qué son en realidad? ¿Algo que escapa a la lógica o aquello que tiene muy pocas posibilidades de ocurrir? Lo inexplicable y lo improbable no siempre coinciden. Si optamos por lo primero, deberíamos llamar "milagro" al éxito electoral de ciertos empresarios monosilábicos. Si, como postulamos aquí, lo que define a un milagro es su escasa probabilidad, los napolitanos deberían dejar de sobresaltarse por la periódica modificación de una sustancia viscosa y erigir justos altares a Diego Maradona y esos scudettos que nunca más volverán a ganar.

¿Cuál es entonces la importancia de este tedioso episodio químico? Puede aventurarse que el cambio de estado de la sangre de San Genaro es el primer paso en una senda tecnológica alimenticia que comienza en el siglo XIV y termina en nuestros días, con el sobrecito de caldo deshidratado Knorr o el mismísimo Nescafé. Pero poco más.

¿Es acaso San Genaro la victoria del poder religioso sobre el saber científico? ¿O es más bien la subordinación de los clérigos al método científico de la constatación, al que una Iglesia en feliz retirada debe echar mano tres veces por año para gritar que todavía le queda algún truco? Sangres que brotan, imágenes que lloran, voces que llaman a pastorcitos desde el más allá, vírgenes que juegan a la escoba de 15 con los parroquianos de un boliche de Wilde... Estas anécdotas trepan cada tanto hasta el título de una página, pero cada vez más atrás, cada vez más impar, más aburrida, más nada.

Lo cierto es que, en algún lugar tercermundista del Primer Mundo, existe una ciudad edificada en torno a un milagro tan usual que ni siquiera sirve para cambiarle la vida a sus habitantes. Apenas si agrega otra cuota de temor a existencias que no responden demasiado al perfil de la Europa del siglo XXI, amenazándolas con la posibilidad de que algún día el distante aparato circulatorio se retire y entonces todo sea aún peor.

Sería una muestra de voluntarismo interpretar el afán exhibicionista de los glóbulos de San Genaro como un signo de esperanza para la humanidad. Se trata más bien de lo contrario. Siempre temimos vivir una era sin milagros. La noticia es todavía más amarga: los milagros existen, pero ya no sirven para nada.

lunes, 21 de septiembre de 2009

Palabritas


En la larga lista de prohombres que disparan contra algún aspecto del proceder gubernamental para conseguir su paginita en el gran diario argentino, esta semana apreció el nombre de Bergoglio. El Obispo de Buenos Aires habló ante su recurrente auditorio y arremetió contra "la falta de diálogo". ¿No es original? Para hacerlo tuvo una gran idea: hablar sobre los peligros de caer en el "autismo".
Para Bergoglio, como para otros lúcidos analistas derechosos de la actualidad, tal vez por su repulsiva costumbre de referirse a la sociedad como a un organismo que padece enfermedades, la palabra "autismo" es un insulto.
Impresiona de qué manera un simple vocablo de 7 letras sirve para desnudar al hablante en su léxico pobre, en su ignorancia, en su insensibilidad. Huellas del lenguaje, que le dicen.
El señor Bergoglio debería saber, si alguna vez estuviera dispuesto a saber algo, que el término "autismo" que él arroja graciosamente intentando originalidad en su tediosa prédica, trae consigo pesares, angustias, discusiones. Descripción escurridiza y polémica, el "autismo" es para algunos profesionales, la etiqueta que rotula buena parte de los trastornos de desarrollo de los niños en la actualidad. Es, para otros, una mirada que diluye subjetividades e impide abordar estos trastornos de un modo menos brutal o eficientista. Y es, en todos los casos, un fantasma que provoca desolación en cualquier papá o mamá que haya tenido que escucharlo para referirse, acertada o erróneamente, a alguno de sus hijos.
Viendo que Bergoglio está tan dispuesto al diálogo, no quisiera que esto quede en una mera crítica. Estoy dispuesto a proponerle una lista de vocablos que bien podría utilizar la próxima vez que quiera insultar a alguien. Le sugiero "hipócrita", "ignorante", "oscurantista", "homofóbico", "totalitario", "procesista", "inquisidor", "asesino", "estafador", “encubridor”, "pervertido", "golpista", "genocida" y si lo amerita "pedófilo". Estos son buenos insultos, cardenal. La próxima vez que ande corto de improperios puede apelar a ellos. Seguramente, algunos colegas suyos ya los utilicen. Seguramente, algunos los porten sobre sus nombres con bastante justicia.

martes, 15 de septiembre de 2009

¿Crisis? ¿Qué crisis?



Ya pasó un año de la quiebra de Lehman Brothers. O de cuando ese ejército de sabios que se había pasado los últimos 20 años enseñándonos a vivir quedó expuesto como una verdadera banda de imbéciles irresponsables. Por aquellos días, escribíamos este pequeño instructivo sobre la llamada crisis financiera internacional para CQC. E incluso (crisis es oportunidad) hasta salía al aire.

martes, 8 de septiembre de 2009

¿Qué tiene que ver la regulación del comercio de preservativos con la libertad sexual?


Con perdón por la intro autobiográfica, entré a la Carrera de Ciencias de la Comunicación de la UBA en 1988. Un par de años después, esa pareció ser una moda. Tanto como hoy parece ser una moda denostarla. Dos estúpidas modas.

De aquellos días finales del Alfonsinismo recuerdo el pequeño edificio de Callao al 900, desbordado en los teóricos de Alicia Entel, además de las primeras lecturas de Stuart Hall y Raymond Williams, las ganas de debatir, de aprender. Y el cruzarte en los angostos pasillos con alguna gente que todavía hoy suele estar cerca.

Recuerdo también que en la pared descascarada de mi habitación, junto a algún póster de Zappa o de Groucho, había un afiche con una consigna: “Por una nueva Ley de Radiodifusión”. Era de un Encuentro, creo, de Carreras de Comunicación que tenía lugar por esos días. Ya en ese entonces nos preocupaba a todos, con mayor o menor conocimiento del tema, lo que le estaba costando a la joven democracia darse esta nueva Ley. Ya sonaba escandaloso que habiendo pasado 4 años siguiéramos con la vieja norma procesista. ¡Cuatro años!

Veintidós años después debemos seguir escuchando impresentables que piden tiempo, que nadie se apure, que hay que pensar. Que no importan las decenas de proyectos cajoneados, la larga lista de atropellos y censuras, la corta lista de tipos que se atrevieron a ver cómo terminaba su carrera por haber cometido el pecado de pensar que algo había que hacer con el asunto.

Este es un gobierno extraño. Comparado con los gobiernos precedentes, debe decirse que “extraño” es un adjetivo con una fuerte carga positiva. Uno siente ganas de acercarse a esta gente al conocer a sus enemigos. Y ganas de alejarse al conocer a algunos de sus amigos. Pero lo cierto es que, por estrategia o patología, la máquina K no para de generar debates. Algunos de ellos sencillamente inimaginables hace algún tiempo. Desde la derogación de las Leyes de impunidad pasando por la reestatización de las AFJP, hasta llegar a este proyecto de Ley de Servicios Audiovisuales.

Podrá hacerse un listado larguísimo de intencionalidades ocultas, y muchas serán verosímiles. Pero discutir los hechos políticos en términos de intenciones parece a esta altura un ejercicio de ingenuidad exasperante. ¿Alguien podría cuestionar el fin de la esclavitud por esconder en rigor la necesidad de liberar las fuerzas productivas para el avance del capitalismo? ¿O ningunear los derechos adquiridos por la humanidad a partir de 1789 sólo por entender que la Revolución Francesa respondió más que nada a una necesidad de la burguesía europea de ganar más dinero?

El dar cuenta de fines escondidos deberíamos dejarlo para las malas biografías de Hallmark. Y dedicarnos a analizar de una vez por todas los hechos políticos. Pensar qué quedará de estos tiempos, cuando la distancia diluya los tonos y las formas.

En este sentido, si entre la herencia K se cuenta el haber terminado con una Ley de Medios firmada por Videla y arruinada por Menem, el balance será interesante.

De eso nos habla la reacción previsiblemente feroz y desembozada. Aquellas cosas que buscábamos con lupa los estudiantes de Semiótica II a fines de los 80, hoy nos las comentan tíos y vecinos, sorprendidos por las burdas maniobras del grupo y los grupitos.

Entre los periodistas, el tratamiento del proyecto del Ejecutivo revela comportamientos que siempre habíamos sospechado, confirma conductas de sujetos de los que no esperábamos nada y nos reencuentra con gente que pensábamos haber perdido (gracias por estar, Víctor Hugo). Pero algunos periodistas describen parábolas más complejas. Más tristes.

Así como se recuerda a los periodistas caídos por la represión, dentro de algunos años deberemos erigir un panteón para recordar a los periodistas caídos por la guita. Algunos han sido hábiles, al punto que nunca terminamos de saber quién les paga. Otros, menos ingeniosos (o menos acostumbrados a cobrar) se han expuesto en estas horas de un modo que ya no tendrá (vaya paradoja) retorno. Dentro de algunos años, en las carreras de periodismo se expondrá una figura denominada “Síndrome de Ernesto”. Se lo hará mentando el caso de un hombre, cuyo apellido ya nadie recordará, que irrumpió lenta pero decididamente hasta encumbrarse en el Prime Time de cierto Grupo multimediático. Nunca había sido demasiado brillante como algunos de sus compañeros de ruta. Ni tan formado. Pero tenía algo que lo hacía creíble. Cierta honestidad para permitirse dudar en público. Para no decir siempre lo primero que la corrección política indicara, aún pidiendo disculpas. Y uno le creía. Además, se lo veía así, algo desprolijo, con el cuello de su camisa doblándose hacia arriba, tratando de superar ciertas inhibiciones en cámara, contando escenas de una cálida vida familiar... Le creíamos. Pero, como el Síndrome de Ernesto describe, a medida que fue venciendo sus inhibiciones, sus cuellos rebeldes, su endeblez sintáctica, el hombre fue llegando a un lugar deseado. Envidiado, quizás. Claro que con ese lastre del que se desprendía se iba yendo también su capital más preciado: su capacidad de dudar, de preguntarse, de parecerse a un oyente curioso. Y de aquel “me parece”, “me pregunto”, pasó a acuñar frases menos modestas, más brutales, como “ustedes son todos ladrones” o la recordada “no me vengan con el verso de los monopolios”. Poco tiempo después ya nadie recordaría a Ernesto, pero su nombre serviría para describir algunas trayectorias dolorosas. No es poco.

Mientras tanto, en los títulos de tapa y en los zócalos siempre mal escritos de los canales de noticias, se llama "Chavización" a normas canadienses, "censura" a la regulación de cuántas licencias se puede tener y "apuro" al modo en que se presenta un proyecto paseado por más de 50 foros.

Y eso se parece bastante a la impunidad.

Supongamos que mañana la empresa de preservativos PRIME decide comprar varias de las marcas de la competencia: Tulipán, Camaleón, etc. Supongamos que la Comisión de Defensa de la Competencia actúa más o menos rápidamente con un dictamen del tipo: “Señor Prime: venda alguna parte de su empresa a otros competidores porque de lo contrario estaría en condiciones de imponer precios y condiciones a los consumidores”. ¿Alguien imagina a los voceros de la empresa hablando de que se está violando la libertad sexual? Bueno: los dueños de medios que ejercen posiciones dominantes en el mercado de la comunicación no se cansan de decir que una Ley que regule la cantidad de Licencias que puede poseer un licenciatario viola la libertad de expresión. Lo que se dice una verdadera forrada.

Debemos asistir, sin que haya cuestionamiento alguno, a que un fulano, socio de un tipo que no puede mostrar su cara por haberse convertido en sinónimo del desprestigio de la clase política en los 90, salga a denunciar un atropello del Estado. El mismo espécimen que antepuso un dudoso recurso judicial para impedir que en su provincia pudiera instalarse una repetidora de la TV pública hoy escupe vocablos inaugurales para él como “libertad de prensa” o “libre expresión”. Lo escuchamos en un discurso de 25 minutos que introdujo en medio de un programa humorístico de su canal (¿alguien andaba buscando un buen ejemplo de manejo discrecional de los medios?). Y lo hizo, claro, sólo unas horas después de haber acordado con el Estado Nacional la condonación de una deuda impositiva millonaria a cambio de pauta oficial. Esos son los héroes que cabalgan contra el proyecto. Algo que, en gran medida, debería bastar para apoyarlo.

Es cierto que hay puntos que merecen discutirse con cierta fineza. El debate acerca de la inclusión o no de las telefónicas en el nuevo mapa de medios es interesante. Hay buenos argumentos a favor y atendibles razones para rechazarla. Pero sorprende que esto altere hasta el colapso a algunos que ni siquiera se enteraron de que Telefónica es propietaria de un canal de televisión abierta hace más de 10 años.

Algo similar ocurre con la discusión acerca de la autoridad de aplicación. Es un buen punto definir si está bien que en el máximo órgano regulador haya mayoría (3-2) del PEN (que, cabe aclarar, responde siempre al que surja ganador de elecciones nacionales llevadas a cabo cada 4 años). Pero lo cierto es que hace 26 años que la autoridad de aplicación es una entidad intervenida por el PEN. Es decir, con una mayoría de 1-0. ¿No habían reparado en eso?

Es raro lo que pasa a veces. Uno tiene la sensación de que si el kirchnerismo propusiera una Ley de Arrendamiento, los Pinedo, los Bullrich y los Macri se opondrían reclamando la reforma agraria. Delicias de la política argentina.

Si el bendito proyecto de Servicios Audiovisuales logra eludir las operetas, las chicanas, los análisis de pureza maximalistas, las especulaciones electorales, los temores a posibles vendettas mediáticas, la mala leche y la ignorancia, la democracia argentina será definitivamente mejor para (casi) todos. Si perdemos esta oportunidad, corremos el riesgo de volver a quedar incomunicados. Tal vez para siempre.

martes, 1 de septiembre de 2009

Gutiérrez


Cierto día, Gutiérrez fue invadido por el presentimiento de la muerte. Una oscura intuición basada en indicios poco claros: su avanzada edad, su contumaz pertenencia al bando de los enfermos. Tal vez haya sido el tono con el que su médico le aconsejó la confección de un testamento. Tal vez esa costumbre que últimamente tenía su corazón de tomarse descansos cada vez más prolongados.
En lugar de pena, Gutiérrez experimentó cierto afán de trascendencia. Algo desusado hasta entonces en un sujeto cuyas preocupaciones fundamentales eran la filatelia y el vencimiento de la cuota del cable. Lejos de ocuparse por el destino de sus bienes, la cremación de su cuerpo o la financiación de una agradable parcela, Gutiérrez se vio en la obligación de obsequiarle al mundo una frase que pudiera ser recordada como una sentencia póstuma. Le preocupaba el no percibir ni un ápice de la remanida sapiencia de aquellos que están yéndose del mundo. Y decidió echar mano entonces a los principios que habían ido vertebrando su simple existencia.
Siempre que se encontraba ante testigos lanzaba una frase importante, por no saber si no sería ésa la última. Mientras jugaba a las cartas, aprovechó un silencio de sus compañeros de mesa para decir: "Prefiero el mar a las sierras", tras lo cual permaneció en el mutismo más absoluto. Al día siguiente, sorprendió a un taxista al deslizarle sin preámbulo alguno: "La amistad entre el hombre y la mujer no existe". Luego bajó sin decir "buenas tardes", por considerar triste que alguien fuese recordado por decir "Buenas tardes".
Los días pasaban y la vida de Gutiérrez se extendía más de lo previsto, más de lo que su escueto listado de aforismos pudiera abarcar. Ya había echado mano a sentencias agudas como "La trampa del offside es un arma de doble filo" o la celebrada "en la moto, la carrocería sos vos" que dejó grabada en el contestador de un pariente lejano. Al subir a los colectivos, Gutiérrez ya no pedía el boleto. Optaba en cambio por decirle al chofer que "Nosotros fuimos el granero del mundo", porque ya se sabe que existe una alta probabilidad de morir en el transporte público. Sus vecinos preferían hacer uso de la escalera antes que quedar a solas en el ascensor con un sujeto que con aire inaugural les decía que "Antes estas cosas no pasaban" o "En este país no te perdonan el éxito".
Cuando finalmente Gutiérrez murió, la ocasión lo tomó por sorpresa. El enfermero que viajó con él en la ambulancia señaló que apenas alcanzó a decir: "Me muero". Una frase poco original —es cierto—, pero irrefutable.