Con perdón por la intro autobiográfica, entré a la Carrera de Ciencias de la Comunicación de la UBA en 1988. Un par de años después, esa pareció ser una moda. Tanto como hoy parece ser una moda denostarla. Dos estúpidas modas.
De aquellos días finales del Alfonsinismo recuerdo el pequeño edificio de Callao al 900, desbordado en los teóricos de Alicia Entel, además de las primeras lecturas de Stuart Hall y Raymond Williams, las ganas de debatir, de aprender. Y el cruzarte en los angostos pasillos con alguna gente que todavía hoy suele estar cerca.
Recuerdo también que en la pared descascarada de mi habitación, junto a algún póster de Zappa o de Groucho, había un afiche con una consigna: “Por una nueva Ley de Radiodifusión”. Era de un Encuentro, creo, de Carreras de Comunicación que tenía lugar por esos días. Ya en ese entonces nos preocupaba a todos, con mayor o menor conocimiento del tema, lo que le estaba costando a la joven democracia darse esta nueva Ley. Ya sonaba escandaloso que habiendo pasado 4 años siguiéramos con la vieja norma procesista. ¡Cuatro años!
Veintidós años después debemos seguir escuchando impresentables que piden tiempo, que nadie se apure, que hay que pensar. Que no importan las decenas de proyectos cajoneados, la larga lista de atropellos y censuras, la corta lista de tipos que se atrevieron a ver cómo terminaba su carrera por haber cometido el pecado de pensar que algo había que hacer con el asunto.
Este es un gobierno extraño. Comparado con los gobiernos precedentes, debe decirse que “extraño” es un adjetivo con una fuerte carga positiva. Uno siente ganas de acercarse a esta gente al conocer a sus enemigos. Y ganas de alejarse al conocer a algunos de sus amigos. Pero lo cierto es que, por estrategia o patología, la máquina K no para de generar debates. Algunos de ellos sencillamente inimaginables hace algún tiempo. Desde la derogación de las Leyes de impunidad pasando por la reestatización de las AFJP, hasta llegar a este proyecto de Ley de Servicios Audiovisuales.
Podrá hacerse un listado larguísimo de intencionalidades ocultas, y muchas serán verosímiles. Pero discutir los hechos políticos en términos de intenciones parece a esta altura un ejercicio de ingenuidad exasperante. ¿Alguien podría cuestionar el fin de la esclavitud por esconder en rigor la necesidad de liberar las fuerzas productivas para el avance del capitalismo? ¿O ningunear los derechos adquiridos por la humanidad a partir de 1789 sólo por entender que la Revolución Francesa respondió más que nada a una necesidad de la burguesía europea de ganar más dinero?
El dar cuenta de fines escondidos deberíamos dejarlo para las malas biografías de Hallmark. Y dedicarnos a analizar de una vez por todas los hechos políticos. Pensar qué quedará de estos tiempos, cuando la distancia diluya los tonos y las formas.
En este sentido, si entre la herencia K se cuenta el haber terminado con una Ley de Medios firmada por Videla y arruinada por Menem, el balance será interesante.
De eso nos habla la reacción previsiblemente feroz y desembozada. Aquellas cosas que buscábamos con lupa los estudiantes de Semiótica II a fines de los 80, hoy nos las comentan tíos y vecinos, sorprendidos por las burdas maniobras del grupo y los grupitos.
Entre los periodistas, el tratamiento del proyecto del Ejecutivo revela comportamientos que siempre habíamos sospechado, confirma conductas de sujetos de los que no esperábamos nada y nos reencuentra con gente que pensábamos haber perdido (gracias por estar, Víctor Hugo). Pero algunos periodistas describen parábolas más complejas. Más tristes.
Así como se recuerda a los periodistas caídos por la represión, dentro de algunos años deberemos erigir un panteón para recordar a los periodistas caídos por la guita. Algunos han sido hábiles, al punto que nunca terminamos de saber quién les paga. Otros, menos ingeniosos (o menos acostumbrados a cobrar) se han expuesto en estas horas de un modo que ya no tendrá (vaya paradoja) retorno. Dentro de algunos años, en las carreras de periodismo se expondrá una figura denominada “Síndrome de Ernesto”. Se lo hará mentando el caso de un hombre, cuyo apellido ya nadie recordará, que irrumpió lenta pero decididamente hasta encumbrarse en el Prime Time de cierto Grupo multimediático. Nunca había sido demasiado brillante como algunos de sus compañeros de ruta. Ni tan formado. Pero tenía algo que lo hacía creíble. Cierta honestidad para permitirse dudar en público. Para no decir siempre lo primero que la corrección política indicara, aún pidiendo disculpas. Y uno le creía. Además, se lo veía así, algo desprolijo, con el cuello de su camisa doblándose hacia arriba, tratando de superar ciertas inhibiciones en cámara, contando escenas de una cálida vida familiar... Le creíamos. Pero, como el Síndrome de Ernesto describe, a medida que fue venciendo sus inhibiciones, sus cuellos rebeldes, su endeblez sintáctica, el hombre fue llegando a un lugar deseado. Envidiado, quizás. Claro que con ese lastre del que se desprendía se iba yendo también su capital más preciado: su capacidad de dudar, de preguntarse, de parecerse a un oyente curioso. Y de aquel “me parece”, “me pregunto”, pasó a acuñar frases menos modestas, más brutales, como “ustedes son todos ladrones” o la recordada “no me vengan con el verso de los monopolios”. Poco tiempo después ya nadie recordaría a Ernesto, pero su nombre serviría para describir algunas trayectorias dolorosas. No es poco.
Mientras tanto, en los títulos de tapa y en los zócalos siempre mal escritos de los canales de noticias, se llama "Chavización" a normas canadienses, "censura" a la regulación de cuántas licencias se puede tener y "apuro" al modo en que se presenta un proyecto paseado por más de 50 foros.
Y eso se parece bastante a la impunidad.
Supongamos que mañana la empresa de preservativos PRIME decide comprar varias de las marcas de la competencia: Tulipán, Camaleón, etc. Supongamos que la Comisión de Defensa de la Competencia actúa más o menos rápidamente con un dictamen del tipo: “Señor Prime: venda alguna parte de su empresa a otros competidores porque de lo contrario estaría en condiciones de imponer precios y condiciones a los consumidores”. ¿Alguien imagina a los voceros de la empresa hablando de que se está violando la libertad sexual? Bueno: los dueños de medios que ejercen posiciones dominantes en el mercado de la comunicación no se cansan de decir que una Ley que regule la cantidad de Licencias que puede poseer un licenciatario viola la libertad de expresión. Lo que se dice una verdadera forrada.
Debemos asistir, sin que haya cuestionamiento alguno, a que un fulano, socio de un tipo que no puede mostrar su cara por haberse convertido en sinónimo del desprestigio de la clase política en los 90, salga a denunciar un atropello del Estado. El mismo espécimen que antepuso un dudoso recurso judicial para impedir que en su provincia pudiera instalarse una repetidora de la TV pública hoy escupe vocablos inaugurales para él como “libertad de prensa” o “libre expresión”. Lo escuchamos en un discurso de 25 minutos que introdujo en medio de un programa humorístico de su canal (¿alguien andaba buscando un buen ejemplo de manejo discrecional de los medios?). Y lo hizo, claro, sólo unas horas después de haber acordado con el Estado Nacional la condonación de una deuda impositiva millonaria a cambio de pauta oficial. Esos son los héroes que cabalgan contra el proyecto. Algo que, en gran medida, debería bastar para apoyarlo.
Es cierto que hay puntos que merecen discutirse con cierta fineza. El debate acerca de la inclusión o no de las telefónicas en el nuevo mapa de medios es interesante. Hay buenos argumentos a favor y atendibles razones para rechazarla. Pero sorprende que esto altere hasta el colapso a algunos que ni siquiera se enteraron de que Telefónica es propietaria de un canal de televisión abierta hace más de 10 años.
Algo similar ocurre con la discusión acerca de la autoridad de aplicación. Es un buen punto definir si está bien que en el máximo órgano regulador haya mayoría (3-2) del PEN (que, cabe aclarar, responde siempre al que surja ganador de elecciones nacionales llevadas a cabo cada 4 años). Pero lo cierto es que hace 26 años que la autoridad de aplicación es una entidad intervenida por el PEN. Es decir, con una mayoría de 1-0. ¿No habían reparado en eso?
Es raro lo que pasa a veces. Uno tiene la sensación de que si el kirchnerismo propusiera una Ley de Arrendamiento, los Pinedo, los Bullrich y los Macri se opondrían reclamando la reforma agraria. Delicias de la política argentina.
Si el bendito proyecto de Servicios Audiovisuales logra eludir las operetas, las chicanas, los análisis de pureza maximalistas, las especulaciones electorales, los temores a posibles vendettas mediáticas, la mala leche y la ignorancia, la democracia argentina será definitivamente mejor para (casi) todos. Si perdemos esta oportunidad, corremos el riesgo de volver a quedar incomunicados. Tal vez para siempre.
Muy interesante el análisis.
ResponderEliminarUtil y necesario.
Un placer haber llegado a él.
Saludos.
AC
Totalmente de acuerdo. Ojalá salga la ley y se nos venga el Apocalipsis que nos adelantan... yo estoy listo para un poco de "chavismo" y "censura" si tres gatos locos dejan de ser dueños de medio país.
ResponderEliminarEs un razonamiento impecable, aunque dé para tanto más ¿No? Y sí, el adjetivo RARO toma fuerza de sustantivo propio y no me parece mal que así sea. En mis años de Mariano Acosta (profesorado de enseñanza primaria) uno ganaba espacios de discusión y debate pero muy en el fondo sabía que era una excusa para no bancarse la clase de AOE (administración y organización escolar)Me da la impresión de que este gobierno - con lo bueno y lo malo - revalorizó aquellos viejos espacios de debate que eran necesarios pero que no pasaban de eso, de las ganas de cuatro gatos locos de arreglar el muno. Hay que aprovecharlos ¿No? Gracias Ale por compartir tus ideas
ResponderEliminaramigo querido...lo suyo brillante como siempre! aún...cuatro años después!!!!
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