La noticia es cada vez más difícil de encontrar, pero volvió a ocurrir: el Cardenal de Nápoles agitó un pañuelo blanco y anunció, una vez más, que la sangre de San Genaro se había vuelto líquida. Miles de fieles que se amuchaban en la Catedral de Santa Clara esperando que el milagro volviera a producirse, despegaron sus manos de rezar para iniciar el aplauso. El Cardenal exhibió el relicario con el fluido e invitó a besarlo “con las oportunas precauciones higiénico-sanitarias que siempre hemos tomado". Después de todo, nadie está a salvo de los brotes epidémicos.
Incansables, los creyentes del sur de Italia asisten 3 veces por año a este hecho que se produce, según dicen, desde 1369. La pregunta es entonces, ¿por qué insiste en llamarse milagro a un fenómeno que ocurrió más de 2 mil veces? Que a la sangre del santo le ocurra aquello ha dejado de ser un prodigio para convertirse ya en una patología. Un extraño trastorno hematológico que debería despertar menos entusiasmo que preocupación. ¿Qué esperan los autodenominados fieles para consultar a un especialista?
Se dice por aquellas zonas que el año que no ocurra la santa licuefacción, la ciudad debería prepararse para enfrentar toda clase de desastres. Empezando, claro, por una brusca caída en los ingresos por turismo.
A los efectos de la performance napolitana, interesa también la puntualidad. Un retraso de 80 horas, como los ha habido, podría no representar demasiado para la realidad celeste de un santo, pero para tres mil sujetos encerrados en un edificio de mármol que huele a cera y a perfume económico de señora que va a misa, es un verdadero martirio.
La reiteración del numerito dispara una pregunta acerca de la verdadera naturaleza de los milagros. ¿Qué son en realidad? ¿Algo que escapa a la lógica o aquello que tiene muy pocas posibilidades de ocurrir? Lo inexplicable y lo improbable no siempre coinciden. Si optamos por lo primero, deberíamos llamar "milagro" al éxito electoral de ciertos empresarios monosilábicos. Si, como postulamos aquí, lo que define a un milagro es su escasa probabilidad, los napolitanos deberían dejar de sobresaltarse por la periódica modificación de una sustancia viscosa y erigir justos altares a Diego Maradona y esos scudettos que nunca más volverán a ganar.
¿Cuál es entonces la importancia de este tedioso episodio químico? Puede aventurarse que el cambio de estado de la sangre de San Genaro es el primer paso en una senda tecnológica alimenticia que comienza en el siglo XIV y termina en nuestros días, con el sobrecito de caldo deshidratado Knorr o el mismísimo Nescafé. Pero poco más.
¿Es acaso San Genaro la victoria del poder religioso sobre el saber científico? ¿O es más bien la subordinación de los clérigos al método científico de la constatación, al que una Iglesia en feliz retirada debe echar mano tres veces por año para gritar que todavía le queda algún truco? Sangres que brotan, imágenes que lloran, voces que llaman a pastorcitos desde el más allá, vírgenes que juegan a la escoba de 15 con los parroquianos de un boliche de Wilde... Estas anécdotas trepan cada tanto hasta el título de una página, pero cada vez más atrás, cada vez más impar, más aburrida, más nada.
Lo cierto es que, en algún lugar tercermundista del Primer Mundo, existe una ciudad edificada en torno a un milagro tan usual que ni siquiera sirve para cambiarle la vida a sus habitantes. Apenas si agrega otra cuota de temor a existencias que no responden demasiado al perfil de la Europa del siglo XXI, amenazándolas con la posibilidad de que algún día el distante aparato circulatorio se retire y entonces todo sea aún peor.
Sería una muestra de voluntarismo interpretar el afán exhibicionista de los glóbulos de San Genaro como un signo de esperanza para la humanidad. Se trata más bien de lo contrario. Siempre temimos vivir una era sin milagros. La noticia es todavía más amarga: los milagros existen, pero ya no sirven para nada.
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