miércoles, 25 de noviembre de 2009

Una tarde en el obispado


Interior templo del obispado. Día. El hombre de bigotes y ojitos claros camina lentamente hacia el confesionario. Se pone de rodillas. Silencio prolongado. Carraspea. Se corre una breve cortina que da al interior del absurdo compartimento de madera. Detrás de un mosquitero bendecido se adivina la figura del Obispo. Los hombres conversan en voz baja.


MAURI: Padre, vine porque he pecado.

OBISPO: Lo sé, Mauricio. Lo sé. Estoy informado...

MAURI: Lee los diarios.

OBISPO: Sí. Y además, estoy informado...

MAURI: Entonces no hay mucho que contar.

OBISPO: Debes hacerlo. Así lo indica la dinámica establecida para este sacramento recaudatorio.

MAURI: Bueno... Usted, sabe... Fue el Fino el que me convenció... Me dijo que si tenía una policía propia y no espiaba era un pelot...

OBISPO: Ave María purísima.

MAURI: Perdón, Padre... Pero bueno, le hice caso. Es grave, ¿no?

OBISPO: No tanto, Mauricio. Yo escucho confesiones... Dios escucha todo... Y Mariano Grondona dice que es una pelot...

MAURI: ¡Padre!

OBISPO: Perdón, hijo. Continúa.

MAURI: Bueno, ya sabe: esto de la UCEP... Fue un poquito violento, ¿no?

OBISPO: Tranquilo, Mauricio. A mí tampoco me gustan los pobres, ni las villas. Pero bueno: debo reconocer que me tienen entretenidos a los curitas zurdos... Así que...

MAURI: Groso, Padre...

OBISPO: Dos mil años en el negocio, hijo. ¿Qué más?

MAURI: Lo que todos saben: subejecutamos los presupuestos de salud y educación para hacer placitas de medio palo y canteros en Palermo Soho...

OBISPO: Ego te absolvo...

MAURI: Estamos loteando la ciudad para nuestros amigos...

OBISPO: Ego te absolvo...

MAURI: Arrasamos con todas las instituciones del área de salud mental reemplazando a la gente que ganó concursos por amigotes sin experiencia con el fin de hacer negocios inmobiliarios con los edificios...

OBISPO: Ego te absolvo...

MAURI: Tenemos un sin fin de funcionarios y asesores que reivindican la dictadura militar...

OBISPO: ¿Y?

MAURI: Bueno... Dicen que está mal.

OBISPO: Ah, sí, sí... Claro... Ego nos absolvo. ¿Algo más que te estés olvidando de decirme?

MAURI: ¿Le parece poco? Cerramos centros culturales, bajamos subsidios y becas, le prohibimos hablar a los docentes, las escuelas y los hospitales están hechas pelota, lo mantenemos a Ale Rozitchner...

OBISPO: Me aburres, Mauricio. Hablame de lo que interesa. ¿Escierto que hubo un fallo de la Justicia porteña permitiendo el casamiento de dos hombres?

MAURI: Eh... A ver... Me parece que sí...

OBISPO: ¿Lo apelaste?

MAURI: Bueno... Yo... A mí me pareció... No sé... Miré unas encuestas y... Me pareció que mejor que no...

OBISPO: ¡¡¡¡MALDITO HIJO DE LUCIFER, PECADOR OMINOSO, PAGANO BLASFEMO, BESTIA HEREJE, QUE DIOS TE BORRE DE LA FAZ DE LA TIERRA Y NOS LIBERE DE TU MALÉFICA PRESENCIA PARA SIEMPRE!!!


Del interior del confesionario salen unas llamaradas rojas y azules. El edificio tiembla. Caen algunas piezas de mampostería. Una rajadura recorre el piso. Se transforma en una grieta cada vez más grande. Una mano incandescente toma el cuerpo genuflexo del hombre de bigotes y ojitos claros y lo empuja al interior de la grieta. Se escuchan unos aullidos espantosos. La grieta se cierra. Vuelve el silencio. El Obispo retoma su forma humana. O al menos la que tenía. Sale de adentro del absurdo compartimento de madera sacudiéndose algunos restos de cenizas de la impecable sotana. Suspira.


OBISPO: Una pena. Venía bien este muchacho.


Sale del recinto para seguir conspirando. Oscuridad.

lunes, 23 de noviembre de 2009

Operación Rosa Rosa


Me cae bien Sandro. Su música me parece algo chota, es verdad. Pero el tipo siempre la interpretó con garra. Creyéndosela. Por lo demás, la imagen de un señor que sale a cantar acompañado de un tubo de oxígeno porque apenas puede hablar, ciertamente conmueve.

Me cae bien Sandro. Siempre me pareció alguien que superaba, a fuerza de calle, la inteligencia media del devaluado olimpo de nuestras celebrities. Le he escuchado muchas veces respuestas ingeniosas. Pero también descarnadas. Como cuando le reconoció en una bella nota radial a Adolfo Castelo que estaba al tanto de que sus películas eran impresentables.

Me cae bien su inclaudicable culto del perfil bajo. Sus apariciones de oyente en programas de radio. Su gusto por mujeres que lejos de la silicona y la anorexia, se parecen a nuestras tías.

Me cae bien Sandro. Me gustó escucharlo dejando de garpe a alguno de los preguntadores tontones que superpueblan la nación. Es cierto, me molestó que alguna vez usara el poco aire del que disponía para decir “mano dura”, pero bueno, parece que es parte del asunto.

Igual, me cae bien Sandro. Aunque nunca me subí al rescate artístico propuesto por cierta posmodernidad palermitana. Disgresión ligeramente semiológica: en la reivindicación de lo kitsch, siempre veo un ingrediente clasista. Ensalzar algo por su fealdad cuasi paródica me suena bastante a agredir (estéticamente) a quienes disfrutan de ese producto sin retorcimientos intelectualoides, sólo porque les conmueve, le creen, o porque para sus parámetros de belleza es lindo o bueno, y punto. Cierro paréntesis.

En fin, que el hombre me cae bien. Sin fanatismos ni reconocimientos sobreactuados: bien.

Sin embargo, algo me hizo ruido en todo este despliegue médico-mediático alrededor de su multitrasplante. Algo que no tengo claro y trato de pensar mientras escribo estas líneas.

Será, no lo sé, el suponer la desigualdad del trato. Saber que en momentos en que la salud no es el bien mejor distribuido de la Argentina, hubo gendarmes, polícías, jets privados, hospitales, 70 médicos y un derroche organizacional de los que no hay ni migajas para los pacientes anónimos. Tal vez sea eso. O el sospechar que podría haber otras prioridades para aquellos órganos sanos antes que un señor de 64 años que —según su propia confesión— dinamitó su aparato respiratorio a fuerza de nicotina durante años y años. Tal vez no sea así y soy injusto. De todas maneras, no es ese el (único) origen del ruido molesto que me despierta esta noticia.

Un idiota radiofónico, de esos que abundan en el éter, anunció en el fragor de las agitadas conexiones del viernes que ya estaba "llegando el donante". Como si se tratase de una persona que estaba yendo voluntariamente a donar sangre. Más allá del blooper, creo que es por ahí que esta noticia que copó el fin de semana me perturba un poco. El ver que de todos los detalles narrados hasta el hartazgo, se soslaya uno importante: la muerte (siempre trágica) de un joven de 22 años. En todo ese tsunami de esperanza mediática compulsiva no hubo lugar para narrar la pequeña tragedia. Pensé en los papás del muchacho (siempre me pongo en ese lugar), en los hermanos o novia si es que habían, en los amigos. A todos a quienes se agrede con tanta alegría ajena en el momento más duro de sus vidas. Respetar el anonimato no puede ser igual a barrer debajo de la alfombra.

El ruido viene de ahí. Y de cerciorarse, como pocas veces, que los medios definen vidas y muertes como dioses. De tomar conciencia, una vez más, de que los diarios no publican las noticias de todas las muertes (vaya novedad) si no las de aquellas que alimentan sensaciones de miedo, de enojo, de terror. Sensaciones que sirvan para alimentar los climas de ciertos negocios o, más acá, para vender algún que otro diario más. Y que en la misma maniobra en que llevan a primer plano y reiteran 24 horas una muerte “vendedora”, los medios callan las muertes que no convienen, las que plantan dudas, abren preguntas, humedecen fiestas. Que por eso no hubo "inseguridad" mientras se debatió la ley de medios, o no la hay cuando ganan River y Boca. Porque las de los médicos no son las únicas operaciones a las que asistimos diariamente. Que hay otras. Las de los benditos medios. Sin juramento hipocrático ni necesidad de título habilitante ni posibilidad —maldición— de juicio por mala praxis.

Ahora entiendo lo que me jodió de todo esto. Si después de todo, se sabe, Sandro me cae rebien.

lunes, 16 de noviembre de 2009

El regreso de la (divina) TV Führer


¿Nos merecemos este castigo? ¿Ser interpelados espasmódicamente por esta runfla de nuevos ricos indignados? ¿Esta farándula fascistoide, la de los autos escondidos en graneros y las camionetas importadas vía contactos turbios en embajadas, los que fueron sistemáticamente procesistas y menemistas (salvo cuando no les dio la edad), los que boludeaban, pelotudeaban y recontra idiotizaban mientras sus invitados hacían pedacitos el Estado, los que bailaban y cantaban al ritmo del uno a uno, las que escapaban de comicastros gordos en ropa interior mientras la Argentina se llenaba de cuerpos sin nombre, la que le dio de comer hasta el último de los hijos de reverenda madre sin nunca un sí ni un no, pero que ahora se aterran, se enojan, se exasperan porque alguien cortó una calle o porque las consecuencias de todo eso que celebraban se corporizan en puñados de pibes morochos que salen a la calle de caño?

¿Nos merecemos escuchar cómo claman ahora por ese Estado en el que se menefregaron años, años y años porque pensaban que era algo para pobres?

¿Nos merecemos sus sermones canallas e ignorantes, plagados de los lugares más comunes del medio pelo argento? ¿Su mentirosa estrategia de erigirse en ciudadanos comunes aunque le hablen cada semana a millones de personas, aunque habiten mansiones amuralladas, aunque manejen autos que valen más que nuestras casas, aunque haga años que no prenden una hornalla, que no empujan un puto carrito de supermercado, que no se ven en la humana obligación de decir gracias, nunca?

¿Merecemos padecer a este ejército de incultos con soberbia de expertos, que creen que hacer bailar un grupo de enanos o formularles preguntas guionadas a invitados tarifados les da derecho a opinar sobre políticas de seguridad o lo que les caiga enfrente? ¿A esta fila de cerebros diminutos para cualquier otra cosa que no sea apilar billetes a cambio de nada, a salvaguarda siempre de cualquier crítica medianamente sensata, a estos experimentos unineuronales que jamás se pronunciaron en las instancias difíciles de la patria pero allí se alistan levantando el dedito con cara de inocentes recién llegados para lanzar sus miserables reclamos de cárcel a menores, represión y pena de muerte?

¿Los merecemos, con su lucecita roja a disposición de cualquier exabrupto derechista, con su lastimoso léxico de 45 palabras, con su ropa de canje y sus asesores de imagen, con sus ridículas mascotas asexuadas, sus amigos impresentables, su recurrente expresión de yo no fui, con su perorata amarilla, paranoica, y su conclusión social arrancada a mordiscones por el cómo les fue en la feria, por si el amigo de su sobrino no pudo cruzar la 9 de julio o su florista (¡su florista!) padeció un horrible episodio de violencia de los que ocurren en cualquier lugar de este mundo demencial que vivimos?

Mírenlos, igual no van a poder dejar de hacerlo, enhebrar -no sin dificultad- su rústica verba conserva, poniéndonos como modelos aquellos países de los que sólo conocen su free shop, esas repúblicas en las que los aviones de pasajeros se estrellan contra torres, los soldados ametrallan a sus colegas y —cada tanto— los estudiantes secundarios deciden que hay que pasar a sus compañeritos por las armas.

Escúchenlos, porque igual no podrán dejar de hacerlo, indignarse si algún experto en seguridad considera que la opinión de ellos tiene el mismo valor que el eructo de mi perra. Y aprecien cómo se postulan para santos por haber arreglado (gracias al canje con una empresita de pintura) el techo de una escuela, no sin antes editar un video emotivo y ponerse las lagrimitas artificiales que consumen los malos actores de telenovela.

No se consideran afortunados porque la vida los haya puesto en el curioso lugar de facturar haciendo esa cosa que hacen, sin haber jamás estudiado nada de nada, no, con la azarosa dosis de eso que ellos llaman carisma, y hasta sienten que además deben expresar su credo berretón cual si fuera una idea, y que nadie puede cuestionarlos sin poner en riesgo el derecho que tiene toda persona a expresarse libremente que uno de sus abogados les dijo figura en un librito pedorro llamado Constitución.

¿Nos merecemos que estos esperpentos catódicos nos digan que nos parecemos a Colombia, sólo porque ellos añoran ser Colombia, con su presidente blanco y de derecha, sus bases norteamericanas y hasta la posibilidad de que Alicate esté habilitado para ser candidato a presidente?

¿Nos merecemos que este aquelarre de monigotes terminados a bisturí haga un mundo de sus únicas preocupaciones sólo porque no saben lo que es el hambre, el frío, o la mínima miseria de no llegar a fin de mes?

¿Nos merecemos ser víctimas de ese narcisismo subnormal que les hace creer que si ellos estornudan hay una epidemia?

¿Realmente nos los merecemos?

Pareciera que sí. Que algo habríamos hecho. Pero algo horrible, sin dudas. Mirarlos.

martes, 3 de noviembre de 2009

Yo no


Ella fumaba, yo no.

Esta construcción, este modo de depositar dos acciones en la proximidad que sugiere una coma, no debe llamar a engaño. Pareciera, por el modo en que decidí colocarlo en el papel, que ambas cosas tenían lugar en un territorio mínimo, íntimo. Pero no.

Debería haber puesto: “Ella fumaba. Yo no”, y el punto seguido empezaría a ser algo más justo con la triste realidad. De todos modos, no sería del todo sincero omitir los adverbios de lugar, los benditos circunstanciales que más allá de lo que su nombre indica, para mí son bastante determinantes. Escribiré entonces, mal que me pese, “En una mesa del bar, ella fumaba. En otra mesa, yo no”. (Sepan disculpar el hipérbaton pero es un hábito que quitarme no consigo.) Esta descripción cruda, algo fría, comienza a poner algo más de justicia, a lograr una correspondencia más certera entre el mapa y el territorio. Sin embargo, quiero ser un escritor algo más realista, y no puedo dejar de darme cuenta de que —consciente o no— el modo de describir la situación es tendencioso porque no evita ser sugerente. No evita alimentar en la siempre esperanzada mente del lector que ambas mesas estaban lo suficientemente cerca como para que en los próximas líneas fuera a pasar algo. ¿Estoy acaso prometiendo un acercamiento? ¿Estaré apostando a los sentimientos más básicos para capturar la atención? Resulta desgarrador escribir “En una mesa del bar, ella fumaba. En una mesa de otro bar, yo no” pero así son las cosas.

A medida que empiezo a otorgarle a este relato algo más de veracidad, me doy cuenta de algo: la distancia (medida en palabras) se agranda y la primera consecuencia no es —como todos pensarán— la destrucción de mis ilusiones. Mucho antes que eso, se destruye la elipsis del verbo fumar. Si antes podía decir “Ella fumaba, yo no”, era porque, dada la pertenencia de ambas acciones a un espacio tan diminuto, estaba claro que la acción que yo no hacía era “fumar”, pero con el distanciamiento de los personajes y sus acciones esto deja de ocurrir y deja de estar claro que es lo que “yo no”. Yo no ¿qué?

Mejor escrito: “En una mesa del bar, ella fumaba. En una mesa de otro bar, yo no fumaba.

Presiento, sin embargo, que la mera elección de ambas acciones sigue haciendo pensar que solapadamente, de un modo engañoso y vergonzante, se persiste en la sugerencia de que ambos personajes se conocen o que van a hacerlo en algún lugar de la hoja. O tal vez que uno de ellos, preferentemente ambos, están pensando en el otro, evocándose sin remedio. Y hasta planeando un encuentro que pueda ser resuelto en una frase tan corta como “subió a un taxi”. Pero no: “En una mesa del bar, ella fumaba. En una mesa de otro bar, en otro país, yo no fumaba.”

Tal vez no hayamos conseguido diluir del todo la esperanza de un conocimiento previo o futuro. Pero ya deberán correr más palabras bajo el puente. Nadie puede decir así, sin más, “subió a un avión”. Hay que embarcar, despachar el equipaje, pasar por aduana y hasta someterse a los habituales retrasos. Sin hablar de las fobias que impiden volar a algunas personas.

A esta altura de los acontecimientos, el relato empieza a insinuarse como triste o por lo menos largo. Es imposible que la distancia geográfica no se haga sentir en el espacio escrito. De todos modos, no consigo aún echar por tierra las baratas lecturas pretéritas que llevan a pensar a los potenciales lectores que si se habla de dos personajes en el comienzo de un relato, estos van a interactuar en un renglón u otro. Para colmo, “Ella” denota la existencia de una mujer. Y el “yo”, difícilmente remita a alguien que no sea un hombre, dada las dificultades que evidencia sistemáticamente el lector medio a la hora de distinguir entre narrador y escritor. Y esta diferencia sexual hace todavía más difícil poner freno a la tendencia de las personas a pensar en el amor o incluso en el sexo. ¿A dónde hemos llegado como sociedad?

Déjenme escribirles algo: “En una mesa del bar, ella fumaba. En una mesa de otro bar, en otro país, yo no fumaba. Nunca nos conocimos. Jamás hubo entre nosotros conexión alguna. Es más, ella murió joven, presumiblemente por alguna de las horribles enfermedades que provoca el tabaco. Obviamente, yo no.”