jueves, 11 de noviembre de 2010

Fabre



Habría reconocido esa voz entre miles. Lo había escuchado tantas mañanas acompañando a Guinzburg y Abrevaya en aquella escuela de radio y de humor que fue En ayunas. Primero por Excelsior y después por Belgrano. Esa radio Belgrano. Era una voz grave, áspera, que llegaba siempre con el remate preciso, culto y gracioso a la vez. Aquiles Fabregat, o Fabre, como se lo conocía, era parte de ese elenco que alegraba los días de la primavera democrática alfonsinista. Yo iba al colegio a la tarde, pero me hacía despertar temprano para escuchar a esos tipos en la radio. 

Yo ya escribía demasiado por entonces y tenía ganas de que alguien me publicara algo de una vez por todas. Pero, claro, no sabía cómo hacer. Y entonces un día tuve un gesto de ingenuidad de esos que sólo se tienen antes de los 20: elegí algunos de mis textos humorísticos tipeados en la máquina destartalada de mi abuelo y los metí en un sobre con una carta a los tipos de Humor. Les pedía orientación, una mano. Ni siquiera me animaba a pedirles que me publicaran. Y la dejé en la recepción de Venezuela 842 (para mí, en esa época, eso ya era como pispear desde la puerta del Olimpo o algo así). Traté de olvidarme de aquello. Ya era un muchacho escéptico por entonces. Cursaba el primer año de Comunicación en la sede de Callao y no tenía demasiados motivos para portar aquella curiosa alegría que exhibe buena parte de las personas a esa edad (y si no, cuándo).

Una tarde sonó el teléfono de mi casa de Chacarita. Estaba solo y tuve que atender. Habría reconocido esa voz entre miles. Del otro lado del teléfono, Fabre. Che, nos gustó lo que mandaste. ¿Por qué no te pegás una vuelta por acá?  Y después fue correr por la casa vacía, festejando como el gol de Burru a Alemania.

Publiqué mis primeras cosas en la Sex humor y en la sex humor ilustrado. Creo que tenía la fantasía de que ahí empezaba un recorrido que nada podría interrumpir. Y en realidad, tardé unos diez años en poder hacer de eso una profesión. Pero ahora que me entero por la bella nota de su sobrino Eduardo que Fabre nos dejó, tenía ganas de contarle que su tío me regaló, en tiempos en los que lo necesitaba tanto, uno de los momentos más felices de mi vida. 


Y que estoy harto de escribir necrológicas. Que alguien les diga a los tipos valiosos que dejen de morir. Tampoco son tantos.